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FILMS DEL AÑO

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Como ya es tradicional, la revista australiana Senses of Cinema reúne listas de favoritos del año recién finalizado.
Enlace a la mía, aquí.

OTRA VIDA

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La nívea cara de Sybille Schmitz es la imagen persistente de "Die unbekannte", olvidado gran melodrama del cine alemán, filmado por Frank Wisbar en 1936, a continuación de su relativamente célebre "Fährmann Maria".
Es una paradoja que sea precisamente ese fúnebre plano el que haya vencido al paso del tiempo - presidiendo el cartel, como imagen misma de la actriz protagonista donde quiera que se busque - y se hayan esfumado las bellezas de esta película tenue.
Y un precio demasiado alto.
Evitó mostrar un plano similar Max Ophuls al final de "Liebelei" y su reiterada ausencia permite que nunca podamos asociar semejante desdicha ni al rostro de Lillian Gish ni al de Louise Brooks, ni a los de otras, tantas veces trágicas pero vivas para siempre, con lo que dirimir ahora qué flaco favor ejerció el "realismo" o el atrevimiento de mostrarlo a Wisbar y su obra, no es muy provechoso.
Tampoco lo es establecer paralelismos a partir de esa imagen con la intrincada vida de la actriz que la protagonizó, siempre citada por sus escándalos y desgracias y rara vez por haber aparecido en esta película, de incógnito en un señero Pabst ("Tagebuch einer verlorenen") o en nada menos que "Vampyr" de Carl Th. Dreyer.
En la medida en que recordar el film algo sirviera, si no para combatir, al menos para atestiguar las injusticias que lo han menoscabado, no deja de sorprender cuántas son las virtudes que debieron hacerlo permanecer: sus transiciones, la musicalidad de sus diálogos y sus desplazamientos, los contrastes de la luz o, sobre todo, la contemplación de cómo se despliega la dulce claudicación de una resistencia, la de la misteriosa Madeleine.
La exigua felicidad de vivir desesperando a cuantos la codiciaban, se vendrá abajo por azar e inadvertidamente ante un científico con modales expeditivos, incorporado por Jean Galland - que había sido Fantômas para Pál Fejös años antes y que nos recuerda cuánto ha cambiado la figura del seductor -, ni el más apuesto ni el más rico de sus pretendientes, pero el único tan ajeno a su mundo como para ser capaz de consumirse en la misma duda de ella: abandonarlo todo y ante todos.
De la comedia al drama pasa Wisbar con una anotación en el libro de recepción de un hotel, una llamada telefónica y una canción, modulando desde entonces la gracilidad de movimientos de Madeleine, presa esta vez de uno de tantos interludios críticos de la vida de otros que componían la suya sin sentir el menor apremio.
El "otro" cartel de la malograda Sybille
Qué poco se necesita a veces para decir tanto. Sobre el vértigo de volver a mirar alrededor en busca de lo que se abandonó, por ejemplo, y que resulte ser la dignidad.
Y qué llamativo resulta que cuando levantó la niebla dejada por el famoso expresionismo - realmente dominado por muy pocos cineastas con los medios y el tiempo precisos para ello - aparezcan tantas películas como esta, no con una sino con dos plenitudes, luminosas y apolíticas a pesar del panorama y sean del mismo autor que, años más tarde, filmaría un par o tres de las películas más oscuras filmadas por un emigrante en USA (el misterio "Strangler of the swamp", entre Dwan y Val Lewton; el insólito triángulo amoroso de "Lighthouse", el paupérrimo y aún más original western de colonos "The prairie"), de vuelta a ese cine de los ángulos muertos que ignoraba la a veces sorprendente evolución del malhadado periodo 33-45.

THE KIDS ARE ALRIGHT

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¿Puede un film cambiar de género cinematográfico suprimiendo un solo personaje?
La respuesta - me temo que audacias como la de Hitchcock para hacerlo in media res no abundan - es hipotética y supongo que afirmativa, pero a costa probablemente de desnaturalizarlo. Muchos Matarazzo,sin villano desacelerarían de melodrama a comedia costumbrista; un Hawks sin una mujer, de comedia viraría a tragedia; un Guitry sin Guitry, en fin, no sería un Guitry.
Que el funcionamiento plausible de este recurso sea en el sentido contrario, cuando se suma un intérprete, no es siempre, por cierto, tan fácil de explicar. Las comedias "Love affair" / "An affair to remember" se convierten en melodrama en cuanto aparece en plano Janou...y así continúan cuando ella ya se ha ido, por mencionar el caso más misterioso.
En "Demi-tarif" (2003), la actriz Isild le Besco, con veintiún años, se atrevió para su debut en la dirección, no sé si calculando todas las implicaciones, a hacer las dos cosas al mismo tiempo.
Por un lado, suprimió a la madre de tres hermanos que viven en una ciudad cualquiera, haciéndola ausentarse sostenidamente, mientras ellos se las apañan solos, de día y de noche. La mayor seguridad o espontaneidad de los pequeños actores sin un mayor en los planos domésticos fue la razón logística, muy simple.
Le Besco refuerza esas escenas en casa, pero también las que protagonizaban desde la idea original solos (las del metro, la calle, el colegio o cualquiera de sus destinos habituales) con un carácter añadido, una voz en off retrospectiva y neutra, a veces casi ajena a lo que vemos encuadrado.
El efecto conjunto de ambas decisiones convierte a esta película, que pudo ser una indagación documental sin profundidad alguna, en una de las más asombrosamente inquietantes filmadas sobre la infancia y de paso la deja huérfana de referencias directas por mucho que se intuya a veces el parentesco con el Vigo de "Zéro de conduite", el Godard de los niños-hombres de "Les carabiniers" o "Bande à part", el que viene de tantas páginas de Astrid Lindgren o lleva a tantas letras y canciones de Johnny Thunders.
La fantasía de vivir sin adultos y sin que nadie hurte la idea de que los horarios o la educación son un engorro, siendo rebeldes en grado sumo - porque ni conciencia tienen de ello - colisiona con el texto recitado por quien parece ser uno de los niños años después.
Esas palabras a media voz, lejos de evocar la inocencia perdida, cercenan la vivacidad y el júbilo de cada episodio divertido o estrafalario que les acontece a los niños por el mero hecho de que cualquier espectador no puede dejar de interrogarse acerca de qué sucedió con ellos, si consiguieron vencer al imposible de crecer contra el mundo.
De ese lapso de tiempo desconocido y no de la zozobra que quizá sólo puede sentir un padre o una madre, nace tanta desazón y no poder obviarlo es lo que propicia que se presienta en muchos momentos la tragedia, injustificadamente.
Sucede cuando les descubren robando en una tienda o cuando se encaraman jugando a una baranda, pero también, con igual intensidad, cuando peligra su "secreto" porque la profesora les convoca para regañarles por ir poco aseados y amenaza con hablarlo con su madre, cuando se sueltan de la mano, cuando baja la luz o cuando alguno sale de plano; sin necesidad de orquestar ninguna sucesión de acontecimientos que genere presión o duda.
El híbrido fascinante de cine oral y juego con el tiempo lleva directamente a Chris Marker y a sus indagaciones sobre el poder de la imaginación, una potestad abandonada - traicionada, desde un punto de vista estricto - por este arte que nació además de para la belleza, para hacer sublevarse al intelecto y se ha transformado en un indigno instrumento mercantilista.
"Demi-tarif" no es, estrictamente, un film subversivo, pero mucho menos pedagógico: ya es tarde para todos.
Ojalá alguna vez haya una mejor posibilidad que el cine para hacer menos precaria a la memoria adhiriéndole las sensaciones experimentadas por otros, pero he aquí una obra que no puede ser calificada como de aventuras porque no cumple ni una sola de las premisas canónicas - ni extrañeza, ni viaje o lejanía del hogar, ni peligro, ni urgencia por recuperar la normalidad, ni aprendizaje -  y que se adscribe gentilmente a una de las utopías de la ingenuidad.

CARAMELOS ROSAS

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La opera prima del guionista Alfredo Giannetti, "Giorno per giorno, disperatamente" de 1961, no parece contarse entre las más recordadas obras "realistas" de la cinematografía más pródiga en ejemplos de ese sub - quizá supra - género que tantas películas impuras reúne de entre grandes melodramas, dramas, comedias tristes y sainetes durante un cuarto de siglo largo prodigioso.
Poco se conoce de su autor como tal, pero cualquiera que frecuente el cine italiano de los 50 y 60 debe haber reparado en lo buenos que eran sus guiones para, sobre todo, Pietro Germi, con lo que esta película de verdad tremenda y acongojante no puede ser inesperada ni es el único paso al frente de un cineasta esos años, decidido a mirar a su manera a sus enloquecedores compatriotas cuando el cine fue más popular que nunca.
Imagino que la variante transitada por "Giorno..." es la menos rentable para explotación posible. Un film tan sobrio, duro, desapegado de la milagrosa fortuna y el requiebro complaciente, aún más estoico y difícil de ver con esperanza que "Anima nera" de Roberto Rossellini o, yéndonos a otras latitudes, "The miracle worker" de Arthur Penn, "Onna bakari no yuro" de Tanaka Kinuyo o "El mundo sigue" de Fernando Fernán Gómez - por citar contemporáneos de altura y hechuras similares - traspasa esa imaginaria frontera "comercial" hacia la que se suelen inclinar todos los supuestos retratos veraces de buena prensa. 
Poco puede hacer la madre de este enfermo Dario, ni su desnortado hermano ni su padre, menos aún los que lo internan cuando tiene sus crisis y nada nosotros si adivinamos algún rasgo familiar o conocido, ni un asidero, un descanso o un respiro, porque la distancia que separa a la película de las verdades varias por las que ronda, es escasa y dolorosa. De esa distancia, a veces pulcra y estilizada, a veces engolada, depende el éxito y la admiración de tantas películas que debieran irle a la zaga; desgraciadamente, ganan los que no se ahorran mentiras ni discursos y si así se forjan los hitos de su camino, "Giorno per giorno, disperatamente"no lo es de ninguna manera y viceversa.
Cerca está Giannetti de conseguir, además, las mejores interpretaciones de la carrera de todos los actores y actrices del reparto, que no son unos amateurs pero lo parecen, mérito que no creo posible sin que haya operado un contagio o entusiasmo por conseguir alejar la "amenaza" teatral que se cernía sobre la palabra escrita utilizando varias soluciones en apariencia primarias pero sumamente inteligentes.
Me refiero sobre todo a dos: las de montaje que cortan y dejan pasar solo los gestos necesarios, que no tienen por qué guardar una factura uniforme para establecer los límites de una mirada (este es, simplificando mucho, el menos bressoniano film imaginable, el que no parece tener ningún mérito que no deba atribuirse a un intérprete) y las subordinadas que van apareciendo por encima de ellas, las rítmicas, que captan la cotidiana normalidad, tan cerca o tan lejos como sea posible, en varios tonos, en paralelo si es preciso. Las unas brillan en todo lo concerniente a los episodios violentos o aniñados del malhadado Dario y las otras en escenas como las dos impresionantes encadenadas donde surgen posibilidades abortadas de pasión respectivamente a su padre y su hermano, tan intensas como inútil sería cualquier intento de restituir la experiencia de contemplarlas.
Viéndolas en continuidad uno se pregunta de nuevo o empieza a echar de menos que el cine fuese siempre así de penetrante y sencillo.
 
Lejos por todo ello de deprimir al espectador con una pila de súplicas para hacerlo conmoverse invocando su fortaleza, Giannetti solo muestra, pero sutilmente da todo el protagonismo a los contados momentos en que surge un destello, de amor, de generosidad o de armonía, asumiendo que serán tan fugaces como los malos y que todo lo demás, la mayor parte que no interesa contar pero que debe quedar traslúcido al fondo, es repetición, tiempo que corre sin miramientos ni respuestas. Tratando de comprender, Giannetti no solo toma afecto a sus criaturas, también las retrata en toda su vileza - los enfermeros, el jefe de Gabriele -, pero, he ahí un pequeño secreto, utilizando el mismo procedimiento: dejándolos expresarse, no tomando por ellos la palabra ni poniendo los acentos.
Tan modesta premisa viene a ser la decisión más difícil, pues confía todo a saber captar los matices sin subrayarlos.
Las recompensas de un film como este no están por todo ello ni en el regusto final - amargo, lógico, abrupto -, la trasparencia alcanzada o lo clínicamente bien expuesto que pueda estar el mal de Dario, objetivos apriorísticos y superficiales, para los que no hace falta el cine y basta un reportaje bien documentado.
Habría que medir "Giorno per giorno, disperatamente" por cómo de cerca se quedó Giannetti de captar la confusión y bisoñez sentimental de su hermano, por cómo consiguió retratar a un padre que hizo lo que pensó era mejor y cómo persevera hasta, literalmente, el último plano a sabiendas de que se ha equivocado - me parece digna de "Make way for tomorrow" la escena del crédito con su antiguo socio -, por cómo registró la enredadera vecinal y laboral que condiciona todo o por cómo aprovechó los objetos (un cuchillo, un teléfono, una caja de recortes escolares, unos soldaditos) para componer escenas sordas, elípticas, llenas de tensión, como solo vi en las películas de Nils Malmros.

RESERVADO

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La fragilidad de un film aparentemente frívolo como "Foxfire" de Joseph Pevney, condenado hasta hace muy poco a circular recortado y deficiente de sonido e imagen, ha confinado aún más si cabe su reputación a melodrama de tercera o cuarta categoría dentro del exuberante panorama del género en los años 50.
Si se contempla además doblado, al menos que yo haya comprobado en español e italiano, puede llegar a parecer incluso lo opuesto a lo que es: una parodia - involuntaria - de los grandes Vidor, Mankiewicz Walsh del momento y una prueba incuestionable de que no todo el monte era orégano en aquel paraíso horizontal y multicolor que hacía virar westerns, comedias, films domésticos, thrillers o dramas históricos hacia esa "exaltación poco elaborada de los sentimientos" como se define académicamente al melodrama. Nunca un concepto ha quedado tan asida a las épocas en que peor fama tuvo.
Me temo que ni a Pevney ni a tantos otros que jugaron a contar impetuosamente, con astucia y firmeza estética historias como la que desarrolla "Foxfire" se les catalogará ya como "especialistas" - en el caso de que tal acento arbitrario en las habilidades de alguien mientras no se conozca todo cuanto filmó, equivalga a un reconocimiento - ni cuando afloren en sus verdaderas dimensiones obras como esta, tan ligeras de equipaje narrativo como apasionantes en cada color, ángulo, movimiento de cámara o encuadre elegido.
De Pevney como mucho han quedado buenas impresiones macmahonianas de cuatro o cinco películas como las que circundan a esta,"Six bridges to cross" o "Female on the beach" y nada más.
Felizmente rescatada, sin excusas que valgan, ahora puede ser más grave el caso "Foxfire" si cabe, porque se pueden hacer de menos fácilmente y hasta tomar por manieristas, por "demasiado elaborados para no querer decir mucho" (la historia no puede ser más simple: alguien a quien nunca han amado, alguien que nunca ha amado y una mina de oro que es un sueño y una excusa al mismo tiempo), casi cada uno de sus verdaderos fotogramas.
Los estragos que señalaba al principio y que menoscababan a las copias en circulación afectaban sobre todo a la coherencia y al ritmo interno del film; ningún encuadre rimaba, las panorámicas estaban incompletas, no se escuchaba el desierto, ni siquiera parecía tórrido el corte de pelo (como el que lucieron en algún momento de esplendor sexual Marilyn Monroe, Ava Gardner, Kim Novak, Janet Leigh, Liz Taylor, Anne Baxter, Simone Simon...) de Jane Russell.
Distraían, pero sobre todo no dejaban admirar, dentro de la discreta armonía del film, las audacias temáticas, cromáticas e interpretativas expuestas con una patente ausencia de psicologismo. Prima lo dicho, lo hecho, lo consumado antes que las intenciones o las pulsiones, también y tan bien expuestas como ellas, sugeridas o reprimidas.
Del torrente de ideas plásticas del film se infieren amplificaciones, una gran lupa que permite ver mejor lo que sucede entre los personajes.
Es fuerte la tentación de montar este texto entero en función del tratamiento del color amarillo en la película, pero haríamos de menos al rojo, al blanco, al negro y al gris de las sienes de Jeff Chandler, que nunca tuvieron el prestigio de las de Stewart Granger.
El encantamiento de la mirada heredado de los cineastas más lacónicos y los más penetrantes desde los tiempos silentes y que seguía surtiendo efecto entre los espectadores que no se empeñaban en querer ser más astutos que la película que tenían delante, es condición aún más necesaria incluso hoy día para verla, en que se ha perdido el impacto de la gran pantalla.
Aún así y por muy pequeña que deba verse ya, nada más alejado de un pastiche puede ser "Foxfire", que deja bien al descubierto todas sus imágenes, sigue con lógica y sin apartes la acción - por muy errados o inconscientes que sean los personajes y lo son casi todos en algún momento - y dignifica como ninguna otra película de Pevney que conozca, los materiales perfeccionados que utiliza.
Como varios Richard Fleischer y Budd Boetticher contemporáneos, westerns en su mayoría aún si urbanos o modernos - esto es "Foxfire" en buena medida -, aquí está toda la maquinaria  - no hablo de estrellas o presupuestos, me refiero a los técnicos, la libertad, el espíritu de conquista absoluta de un arte - al servicio del cine más adulto que haya existido, impensable en teoría como experiencia iniciática, aunque hayan sido elocuentes guías en la infancia y la adolescencia de tantos.

EL HOMBRE QUE DESENMASCARÓ A GENTLEMAN JIM

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A cuarenta años de la muerte de Wild Bill Hickok, treinta y cinco desde el duelo de OK Corral o el asesinato de Billy the Kid, veinte desde que Calamity Jane comenzara la gira de por toda América que le llevaría a la tumba en 1903, después, mucho después de que decayera el mito del oeste pero el mismo año que John Ford erige el que se suele tomar - con la venia de Porter y Hart -, como el film fundacional del género, "Straight shooting", filma Ruth Ann Baldwin su última película y la única que le sobrevive, "'49-'17". Parecen perdidas sin remedio casi una docena previas.
Ni rastreando archivos bibliográficos se puede averiguar gran cosa acerca de qué fue de esta cineasta - y sobre todo guionista y montadora - en los años sucesivos, ni por qué no siguió dirigiendo ni relacionada con el cine. Su pista se difumina hacia 1925.
Los vientos cambiantes de las reivindicaciones no se han cruzado aún con su largometraje, ni por ser un western - una reconstrucción más bien de su espíritu - ni siquiera por haberlo dirigido una mujer, que tan pocas acreditan obra en estos años.
Sospecho que nunca lo harán o difícilmente como merece y me temo que una de las razones actuales, quizá la de más peso, es simple y decepcionante: no es una película inequívocamente femenina.
Tanto como el extremo opuesto - que el film de un director sea inequívocamente masculino - debería importar ese hecho y sí que sea claramente comparable al de Ford o, como sin duda pienso, superior a él. Pocas veces sucede, pero quizá sea pertinente el paralelismo en esta ocasión ya que se estrena muy poco después, hay algún punto de contacto (un comentario) argumental y al hilo de ella hasta puede leerse alguna reseña que dice que "'49-'17"¡es una parodia suya!
Si el cine recorre en pocos años, a toda velocidad, los distintos conceptos que tuvieron otras artes, de los primeros "griegos" a quienes nadie dio valor o uno meramente técnico (Mélies, Lumière) en dos décadas hemos llegado a la Edad Media y los artistas eran lo que ahora diríamos artesanos y éstos no existían. Hará falta esperar a las Academias - los ocho o nueve años antes del cataclismo del cine mudo - para que llegue el Renacimiento y con él los reconocimientos generales a los primeros genios... y para que se empiece a mirar atrás en busca de los que se tomaron en vano. Valga la boutade para afirmar que Ruth Ann Baldwin, si fue una de las pioneras tras una cámara en esos años, es que era, como la abrumadora mayoría y con poquísimas excepciones, hábil, capaz e inquieta. 
El hecho de que no hayan sobrevivido por desgracia los westerns que filmaron Lois Weber, Dorothy Arzner o Grace Cunard, es no obstante un aval relativo para "'49-'17", un aliciente puramente nominal, porque si por algo de veras valioso merece la pena ver la obra de Baldwin, es por su talento para encuadrar, componer en profundidad y conjugar ideas en planos o por su mirada crepuscular, tan refinada como lo había sido la de David W. Griffith en "As it is in life" siete años antes o lo sería la de Allan Dwan en "The Iron Mask" doce años después.
Y por encima de todo y para dejar claro que no se trata de un esbozo de astucias aprendidas trabajando con otros sin dotarlas de mayor entidad, asombra la maestría para mover esta estructura de una historia dentro de otra, adelante y atrás en el tiempo, con una claridad, una fluidez y un dominio asombroso del espacio y de la dirección de actores. 
 
 
El insólito elemento de desmitificación de una era al que aludía, tan temprano, no remite a lo que entonces era incipiente y proliferará por doquier en el cine sonoro: la idealización cinematográfica de los héroes de la conquista, de los pistoleros rápidos y los forajidos que fueron acribillaron en duelos, de las gestas conduciendo ganado miles de kilómetros hacia tierras vírgenes enfrentando las más sanguinarias tribus indias...
"'49-'17" recuerda más bien que lo que estaba sucediendo en Hollywood - un pueblo fundado sesenta años antes y que llevaba solo seis produciendo películas - era muy parecido a lo que aconteció allí mismo, en la California de la fiebre del oro del 49 y que, como entonces, estaba atestado de aficionados, de intrusos, de aprovechados y de melindrosos, obnubilados por el brillo del éxito sin saber una palabra de nada.
En la troupe de extras que es contratada para escenificar el capricho nostálgico del juez Brand, es así lógico que coincidan los que se quedaron varados en su pasado y los patanes recién llegados, aunque quizá el mayor extraño es el mismo "homenajeado", que algo va a conocer del sabor que quedará en la garganta cuarenta y cinco años más tarde a nuestro querido Ransom Stoddard.

LA MÚSICA DE LA CARRETERA PERDIDA

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Se publica un nuevo libro de la editorial Shangrila, coordinado por Roberto Amaba y dedicado íntegramente al film de David Lynch"Lost highway".
Uno de los textos incluidos, dedicado a su banda sonora, lo he escrito yo.

MANOS LENTAS

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El que probablemente sea el gran musical* del cine soviético, no tiene ni coreografías ni diálogos o soliloquios cantados.
Un film hecho de música es "Skazanie o zemle Sibirskoy" y las notas parecen poder y querer fugarse, salir volando de cada fotograma, mientras los contempla el director y primer espectador Iván Pýryev, de larga trayectoria y mejor posición ya en 1947, una guerra después y dos banderas vistas ondeando en los edificios nobles de las plazas desde que empuñara por primera vez una cámara dos décadas atrás.
Herido y sanado por la música quizá sería el término justo.
El pianista Andrei Balashov, conminado - por su propia imposibilidad para tocar como solía, debido a las secuelas del conflicto bélico - a regresar a su tierra, Siberia, con un acordeón, encarna bipolarmente al melancólico popular, rictus casi siempre descompuesto  mientras se alumbran las caras y se avivan los recuerdos de quienes se reúnen a escucharlo.
En los momentos de transición, de paz, de aceptación o incluso si se atisba un nuevo sentimiento de pertenencia, Pýryev acompaña exultante a la reconciliación y regala algunas de las más bellas estampas de  todo el cine de su país, unos interludios de una plasticidad extraordinaria: las calles de Moscú, un paisaje quieto, una formidable ventisca, un coro de rostros o un avión buscando dónde aterrizar, volando bajo sobre un bosque, se convierten en planos-joya, que aunque sólo sirvieran para embellecer, emocionan puramente.
Se "escapa" distraídamente la cámara de Pýryev del encuadre elegido a la menor oportunidad, en busca del eco del instante reflejado en personajes o en la naturaleza, a los pies mismos de los eléctricos y los técnicos de sonido, que imagino maniobrando para dejar paso al cameraman, convencidos de que en algún momento algo indebido saldrá en plano. No importaría mucho que así fuese y hasta uno lo desea secretamente, para que el mismo cine sea una parte de lo mostrado con tanta devoción, no solo el medio.
Junto a dos historias de amor, la de Pýryev con las gentes y los colores de la taiga y la nuestra con los planos en que la traduce, hay tres más cruzadas de elemental desarrollo, elípticas, tímidas en exceso quizás, de respeto ceremonial, de sonrisas en presencia del otro y lágrimas en su ausencia. No son sobrecogedoras, avanzan castas y no aparentan tener osadía suficiente para desviar esta comedia dramática definitivamente hacia el melodrama, pero qué reales parecen y cómo se asemejan a las que no llegan a materializarse nunca, como está a punto de sucederles a todas.
A partir de los sketches que las componen, surge la épica un poco como lo hace la gran música desde esas canciones ancestrales de pastores y soldados de vuelta a casa, apenas amplificando los motivos y los escenarios donde se interpretan. No necesita Pýryev ni hacer como que borra el escalón a base de bonhomía porque el entrelazado resulta natural.
Afortunadamente, la inevitable propaganda de la querida tierra del norte - y aún faltaban bastantes años para que se descubriera que atesoraba, muy profundamente, petróleo -, el encaje de toda la sentida oda a su pasado, su riqueza, sus melodías y su idiosincrasia en la dura realidad encomiástica del cine durante el estalinismo, se limita al concierto que sirve de epílogo y a una escena en un vagón de tren, perfectamente escindibles del resto del film, aunque seguramente obligatorias para que llegara a existir.
Si se logra cerrar los ojos a partir de un bonito plano con hojas ocres cayendo sobre el cartel anunciador del opus vitae de Andrei, tan solo echaríamos de menos contemplar su triunfo, pero a cambio podríamos tener una compensación mayor: imaginarnos a todos los buenos personajes del poderoso Pýryev,libres.
 
  
* No olvido otras de Pýryev ni a Barnet o Aleksandrov, tampoco a Ryazanov, Ptushko, Rou, Loteanu o Shengelaia ni lo conocido de Rappaport, Tikhomirov, Zebriunas, Agzamov y otros.   

LENGUA DE TRAPO

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Una idea muy personal, un lugar, un momento o un mundo que se revelan afines, un abordaje abrupto, titubeante o compuesto pero inusitadamente adecuado, una concisión o una exuberancia inéditas... cualquiera de los elementos consustanciales a una película clave, poco a poco han ido dejando de aparecer y ya no es extraño para tantos ser uno más de los que nunca la filmarán.
No era tan habitual que esa película fuese el debut en la época en que los cineastas aprendían trabajando, pero desde hace mucho lo corriente no es solo que sí lo sea, sino que tristemente se trate de la que concentra todo cuanto tenían que decir, la única valiosa que harán.
Esas notas esenciales, esa irrupción tiene ese inconfundible aire de avance, de internada ventajosa, absolutamente lograda a veces: "Madame Dubarry", "7th heaven", "Le nouveau testament", "Young Mr Lincoln","Catene", "Pyaasa", "Acto da primavera", "Uccellacci e uccellini",  "Walden / Diaries, notes and sketches", "Les intrigues de Sylvia Couski", "Milestones", "L'enfant secret", "Messages", "Tulitikkutehtaan tyttö", "Kurenai no buta", "Canción de cuna", "The blackout", "Juventude em marcha", "Une autre vie"... y ya hace tiempo que no hay ningún "especialista", como Jean-Luc Godard o Roberto Rossellini, con docenas de "obras maestras amateurs". Tal vez nunca más.
En otras ocasiones solo se trata de primeras piedras, campos base, abandonados por mil circunstancias o superados ampliamente por otra vía.
Hace falta un nivel de riesgo que pocos asumen, quizá porque lo que comienza en esa primera película, teóricamente, termina cuando funde a negro y queda un poco convertida en una de esas notas para abrir solo en caso de que no hubiese continuidad, invitando a volver a sus hallazgos. Como supongo que a todos nos conforta saber que morimos y contemplamos luego nuestra ausencia en los demás, quizá sería esa la entonación, el entusiasmo ideal para afrontar una siguiente obra.
"Versailles" (2008) es un retorno jubiloso - tras un cortometraje y un film para TV de difícil localización - y un prematuro film clave, un primer film tan preocupado por sus personajes que tan pronto resulta expansivo como introspectivo, siempre afectado por esa sensación de que se está consumiendo con cada fotograma, de que respira a todo pulmón dentro de un espacio limitado.
Toma aire Pierre Schoeller paraese debut en 35 mm de algún lugar a medio camino del cine delos jóvenes Leos Carax y Sharunas Bartas, aunque él ya no lo fuese; algo tendrá que ver esto en que desoiga algún habitual canto de sirena y ande más cerca del Éric Rohmer menos rohmeriano, el de "Le signe du Lion" que de cualquiera de las discutibles estelas dejadas - tal vez por no haber sido nunca lo contrario de él mismo - por Robert Bresson, ese faro fascinador que hace encallar tantas aventuras noveles.
No le ayudaron mucho premiando en su día al film, ya que solo se pretendió con ello colocar su nombre en la lista de promesas de la temporada - qué monótona retahíla de insensatos prestigios instantáneos se disipan antes de que llegue el año siguiente -, una categoría estanca que uno tiende a pensar que solo sirve para volver a despertar interés mediático años después, si alguien cae en la casilla buitre: "¿qué fue de?".
Las presionadas y lúcidas "L'exercise de l'État" (2011) y "Les anonymes: Un' pienghjite micca" (2013), contra "ningún" verdadero pronóstico y sí mucha palabrería vana, vinieron a confirmar sus varios talentos. La reciente "Un peuple et son Roi", que mira de nuevo y tan diversamente a como lo hizo Jean Renoir en "La Marsellaise" a los aledaños del palacio donde se suscitó la más célebre revolución, despierta en cambio dudas sobre a dónde se dirige Schoeller. Esperemos que no al cine de qualité, donde dormita una legión de gordos reblandecidos.
 
Mirar su trayectoria al revés puede hacer caer en la cuenta de que las crisis ministeriales, judiciales, policiales y sociales que recorren esas sucesivas obras posteriores no estaban en "Versailles", que es "otra cosa" y puede parecer apolítica, más allá de esa coincidencia geográfica con la más reciente, pero no es así y realmente ahí está buena parte de la naturaleza como llave de su filmografía.
La mecha de la película, la historia de desamparo y apadrinamiento del pequeño Enzo, contada con muchos silencios y ninguna truculencia, brillaría pero se consumiría rápido si no estuviera rodeada por una cera en forma de cadena ordenada de servidumbres legales y familiares - nada más político existe que una familia - que hacen de "Versailles" casi un documental sobre las dificultades para ser libre donde habitan los que no lo son.
Alejado del feísmo realista, tienen un aspecto de cuento, de parábola, que se filtra en todas sus otras películas, siempre con una vertiente moral en primer plano, acusada y expuesta circular y proverbialmente, confiando tal vez en exceso en la capacidad de un gran público para detectarla.
No tanto por ese carácter fabulador, sino porque expone sin  algunas ideas del mundo que les espera y que nadie les va a explicar, tal vez sea asímismo "Versailles" un film, ni de niños ni por los niños, sino para los niños, que entienden bien, mejor que los adultos probablemente, varias cosas básicas aquí: el escaso vértigo a vivir a la intemperie, el cariño que se entrega a quienes se preocupan por ellos o el más instintivo que irreflexivo reconocimiento de la suprema humillación de quien no podía hacerlo.

EN AGUAS PROFUNDAS

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De un librito perdido en la inmensidad de la obra de Joseph Conrad - aunque hay quien defiende que es en los relatos breves donde están las mayores muestras de su genio -, "Because of the dollars" se valió Herbert Wilcox en 1953 para filmar una película que no colmó las expectativas de nadie.
Ni fue la gran producción con John Wayne de protagonista que había sido planeada por la Republic, ni se convirtió en otro éxito de taquilla en su país como venía siendo habitual, ni desde luego supuso el gran salto internacional del cineasta inglés.
"Laughing Anne" fue un fracaso y permanece inédita en todas partes, esperando una ocasión que no llega para brillar, con su technicolor cuadrado, su exotismo melancólico y ese aspecto de venir de vuelta de muchos malos tragos vitales.
Que sea la mejor película de Herbert Wilcox o al menos la mejor desde la guerra - las magníficas "They flew alone" y "Piccadilly incident", por si alguien aún las recuerda - poco significa si no se da a ver y menos importará a quienes ni siquiera lo harían si pudieran, convencidos de que debe ser otro "producto" de esa cinematografía, tedioso, puritano y polvoriento; al fin y al cabo ¿quién comprendió peor a Conrad que los británicos?
El caso es que, cuando todo parecía en contra, con esta pobreza de medios, este extraño reparto sin su mujer Anna Neagle y con una actriz a priori inadecuada para impostar un acento francés como Margaret Lockwood más un actor que directamente no parece encajar nunca en ninguna película como Wendell Corey, magníficos ambos, "Laughing Anne"debería ser recibida con los brazos abiertos por quienes disfrutaban y aún lo hacen de las obras de Henry Hathaway, Lewis R. Foster o John Sturges, grata compañía. Incluso me atrevería a decir que varios instantes de rara intensidad breve y sin subrayados, llevan hasta algunos Jean Renoir o John Ford filmados lejos de casa.
Algo, quizá bastante, de la fidelidad, del férreo respeto a lo dicho o lo pensado, tanto da, de la presencia notoria y no bienvenida, al advertirla, del paso del tiempo o de otros varios íntimos convencimientos que Conrad armó en estrofas que no están al alcance de casi nadie que haya empuñado una pluma para escribir, algo de esas palabras que valen más que mil imágenes, queda impregnado en los fotogramas de esta película partida por la mitad, corta y dolorosa.
Y no habría que hacerla de menos si no fuese así.
La gratitud y la devoción de Wilcox es, digamos, concéntrica, como corresponde a su oficio. La debe a este pequeño cuento, a otros Conrad mayores, a la literatura del mar, a las películas de aventuras y al cine, sobre todo al cine.
El hombre bueno, la mujer sonriente, el boxeador lisiado (cómo se sumerge la película merced a esta subtrama en el mundo de Tod Browning), un hijo o el tiempo no dejan su huella de verdad en los fotogramas por estar enunciadas en libro alguno.
"Laughing Anne" permanece por su dirección de actores y actrices, por la económica utilización de flashbacks o de la voz en off, por el uso del color y de la banda sonora y ambiental - y un porcentaje no pequeño de estas últimas están apagadas hasta que haya una restauración - o por su diseño de espacios a menudo cerrados y opresivos para que los abiertos y radiantes luzcan esplendorosamente.
El rush final, en penumbra, concentra varios fogonazos dignos de Jacques Tourneur, como aquel en que Anne - que de repente parece la Rita Hayworth de "The rover / L'avventuriero" de Terence Young - se confiesa ante la cuna de su hijo o la asombrosamente ambigua clausura, por la que también sobrevuela la sombra magistral de Allan Dwan, aunque por esa capacidad inigualada del cine de estos años para construir una sucesión de posibles finales superpuestos, el film podía haber terminado antes o haber seguido otro trecho, multiplicando el placer elusivo de pensar en sus rincones y aperturas, imaginarlo diverso, soñarlo mezclado con otros y así verlo siempre de nuevo como la primera vez.

OTRO BLUES

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"A modern hero", estrenada al filo mismo de la implantación del código Hays, es la única pelicula americana de Georg Wilhelm Pabst, el afamado cineasta eslavo de la época silente, que trataba de abrirse paso como tantos otros entre las ruinas dejadas por el derrumbe del lenguaje con que había triunfado. 
Oficialmente nunca lo consiguió.
La fama de Pabst es vetusta desde hace décadas - y más pronto que tarde, será observado como un fósil - pero se circunscribe casi enteramente a lo rodado hasta "Westfront 1918, vier von der infanterie". De la parte "final" de su carrera, los últimos veinticinco años en concreto, con películas filmadas bajo banderas francesa, austriaca o italiana, es rara la que no ha sido apreciada negativamente, arrasadas por igual las más concordantes con su pasado (la muy elusiva "Geheimnisvolle tiefe"), o las más excéntricas (la magnífica comedia "Cose da pazzi"). Paradójicamente, es al final de su periplo, cuando "volvió a ser alemán" - que es lo que nunca fue, más que mientras duró el delirio nazi -, cuando hay alguna en general mejor tratada.
Resulta de todas maneras llamativo que "A modern hero", un primer film en Hollywood de tan renombrado emigrante, trabajando para la Warner Brothers, con Barthelmess como protagonista - no la estrella que fue en su juventud, pero sí el mejor actor que nunca había sido, gracias a la excelsa "Heroes for sale" de William A. Wellman - y partiendo de un libro reciente de un autor prestigioso, esté tan olvidado.
Poco cuentan ya las discretas críticas ni su mal resultado en taquilla; tampoco hay estigma alguno de producción desorbitada de presupuesto o plagada de percances de la que la industria debiera renegar para que no cundiera mal ejemplo.
Pabst y Marjorie Rambeau, durante el rodaje
Sospecho en cambio que influyen otros factores muy poco cinematográficos. Se me ocurren dos: el controvertido y rocambolesco retorno a Alemania de Pabst que marca su vida y su reputación futura - con la desdichada "Paracelsus" como centro, que le confirió una escarapela no muy diversa de la que prende del pecho de Veit Harlan por "Jud Süß" - y el hecho de que la inconformista y problemática actriz Jean Muir fuera la primera en ir a parar a la lista negra de McCarthy.
Si eso es suficiente para no restaurarla, difundirla y restituirla a donde le corresponde...
Ese lugar debiera ser el que ocupan las más grandes películas de Pabst y un puesto entre las mejores americanas de 1934 (no precisamente un mal año: "Little man, what now?", "Livin' on velvet" y "No greater glory" de Frank Borzage, "The Scarlet Empress" de Josef von Sternberg, "Cleopatra" de Cecil B. DeMille, "Judge Priest" y "The world moves on" de John Ford, "Our daily bread" de King Vidor, "Death takes a holiday" de Mitchell Leisen, "It happened one night" y "Broadway Bill" de Frank Capra, "Imitation of life" de John M. Stahl, "Whirlpool" de Roy William Neill, "The merry widow" de Ernst Lubitsch, "The black cat" de Edgar G. Ulmer, "Treasure island" de Victor Fleming, "The secret bride" de William Dieterle o "What every woman knows" de Gregory LaCava).
Un caso grave de miopía - presbicia en mi caso - el que debemos haber sufrido una mayoría, porque pienso ahora que muy pocos directores - en todas partes - fueron capaces, en estos momentos de transición, de hacer un film tan deslumbrante como este.
No servirá de disculpa, pero las virtudes de "A modern hero" no tienen esa capacidad instantánea para poner en alerta a cualquiera, quizá porque no se encadenan con las que se le atribuyeron en el pasado - expresionismo = cero - ni anuncian nada que tuviese continuidad en el futuro, aunque respecto a esto último, siempre me quedará la oblicua duda de si no fue esta - el ramillete es amplio - una de las muchas películas que juró Orson Welles no haber visto y se conocía de arriba abajo.
La clave para mejor darla a ver es sencilla y al mismo tiempo de difícil divulgación.
¿Cómo transmitir, sin contemplarla, la revelación continua, de que cada escena - porque el engarce de fotogramas y su cadencia lo permite - es la más inteligente y adecuada manera de comunicar lo que pretendía? Me refiero a lo que sucede en esos segundos de deleite al comienzo o al final de la misma, en que se piensa qué admirable solución, qué capacidad para quitar lo superfluo y qué destreza sin embargo para darlo a entender.
La narrativa inenarrable, que vino a llamarse invisible.
Lo má asombroso es que esto se produce en la película menos solemne, menos vanidosa imaginable, la que menos tiempo otorga para hacer esa reflexión que mencionaba y la que menos se obstina en dirigir la mirada.
Hablamos en realidad de una frenética, sobria, esencial y osada morality play que pudo haber sido uno de los Griffith sonoros que nunca filmó el maestro y una película a la altura de las facturadas por sus iguales y herederos: prístina de líneas y encuadres como un Stahl, tan dura y expeditiva como el mejor Walsh contemporáneo, afilada moralmente como tantos DeMille, imprevisible como los primeros Dwan sonoros.
Me pregunto cómo de despreciable parecería este arribista con cuentas pendientes y víctimas a cada paso que da, de no ser por tanta precisión y tan depurada y bella plasmación en imágenes, aunque la respuesta llega, como un torrente, en un final en que se desanda en minutos una vida y se vuelve al regazo y a la inocencia. Un castigo escrito en el guión, como era norma, pero un turbio relámpago de amnesia edípica en la pantalla, uno de esos quiebros desconcertantes que abundarán en el cine de un ilustre contemporáneo de Pabst que tampoco encontraba por entonces su sitio, Luis Buñuel.

¡SICILIA!

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Solía decir que era la película preferida de cuantas rodó y no es difícil entender por qué.
"I girovaghi" (1956) es una de las varias interrupciones del ciclo americano de obras que recorren la parte central y más conocida de la variopinta filmografía del muy desarraigado argentino Hugo Fregonese. De muy ardua localización, poco o nada parece influir esa declaración para contribuir a hacerla accesible.
Salió pronto de su país Fregonese debido a su llamativa asimilación de géneros americanos - la suerte que pudo haber corrido Manuel Mur Oti aquí en España -, pero volvió muy al final y, aunque se asentó, no tuvo ningún éxito formidable en Hollywood; si a todo ello se suman esas escapadas a Italia o Alemania de todavía menos lustre, su carrera termina por adquirir una forma zigzagueante, muy poco conveniente para resumirlo, con estela un tanto apátrida. Demasiados films "de nadie", de esos que se enarbolan de uno en uno y de tarde en tarde, sin conferirle el estatus acorde a su gran talento.
Los hay que subieron en consideración, especialmente el muy interesante policiaco "Apenas un delincuente" y el extraordinario "Apache drums", pero no deja de ser decepcionante que haya sucedido porque concurren argumentos de "importancia histórica" que solo importan a los historiadores, importándoles estos ya nada a nadie: el primero porque tiene un acusado componente político y de fresco social y el segundo porque fue el único western - y el único film en color - producido por Val Lewton.
La obra huérfana por excelencia, históricamente trivial pero una de las dos o tres mejores que hizo, es esta "I girovaghi", la más genuinamente nómada de todas, lo que quizá explique esa debilidad por ella del cineasta, porque es una buena semblanza o una recolección de pensamientos suyosy de cuantos salieron una vez fuera con sus ideas y sus cosas a cuestas, cargados de sueños, tan profesionales que les llegó a llenar de veras su trabajo incluso si se habían resignado a no cambiarse nunca de vestimenta si al público les parecía que algo les sentaba bien o a tener que desempolvar la vieja maleta con la que llegaron por la más peregrina circunstancia.
Con uno de los más bellos usos del scope y del color que conozco en un film europeo de los 50, protagonizado por un actor como Peter Ustinov inopinadamente excelso, conteniendo uno de los retratos femeninos más impresionistamente conmovedores que recuerde (el que compone en cuatro frases, miradas y gestos Carla del Poggio) y a pesar de sus conexiones, comunicantes o anticipatorias con obras descomunales como "Le carrosse d'or", "Moonfleet" o "Utajo oboegaki" - pienso que en mayor medida que con otras japonesas como "Ukigusa" o "Zangiku monogatari" - o muy buenas como "Heller in pink tights", "The sundowners" o "Lola Montès" (estas dos últimas también con el mismo Ustinov), no hay quien entienda que un film de este calibre lleve más de sesenta años "perdido".
El plano del maestro de marionetas Don Alfonso (Ustinov), escéptico, molesto con ese nuevo fenómeno que le roba a su público, pero no pudiendo sin embargo evitar reír mientras asiste a la proyección de "The bank" de Chaplin, comprendiendo al instante que el cine acabará no solo con su medio de vida, sino con el de todos los colegas y competidores de variedades itinerantes que recorrían los pueblitos del sur de Italia, debería ser icónico.
 
 
 
 
Pero hay más que esa mezcla de rebeldía y melancolía.
La idea típica de film coral como una especie de carrera de relevos o de concatenación de episodios para conformar un cuadro mayor, encuentra en "I girovaghi" una variante "escapista" interesante, mediante un único recurso.
En efecto, el niño Cardello, teórico hilo iniciático del cuento de Luigi Capuana en que se apoya Fregonese, queda desplazado de muchos de los momentos importantes y pocas veces tendremos la convicción de que aprendió o de que aportó otro punto de vista a cuanto acontece.
Cada hecho, reverbera y es devuelto por cada personaje, mudado, ya sea mediante la utilización de una elipsis o con planos de espera, atentos a captar un matiz que no será verbalizado y deberá deducirse de la respiración del encuadre, de la relación de los actores con los objetos y de que los sintamos pensar, una mecánica que un gigante como Henry King elevó a inasible arte.  
Todos, el viejo trotamundos que no esperaba enamorarse a sus años, su mujer, que se ha resignado a ser también su madre, el chico que nunca tuvo ninguna y huyó del destino de seminarista que le habían preparado como del mismísimo Diablo, la bailarina cansada de que no llegue la oportunidad que la juventud y la belleza le han otorgado temporalmente, el público y hasta nosotros mismos, somos parte de todos los mundos que se terminan y de los que queda siempre la misma cosa, otro camino por delante.

ENCANTO, POLVO, SILENCIO

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Que no se termine nunca. 
Poco más ni nada mejor se puede decir de una película que por determinadas razones - que van más allá del cine, ligadas a debilidades, recuerdos o querencias, a veces difíciles de verbalizar o entender hasta para uno mismo -, nos resulta especial.
Si sucede cuando se trata de un reverenciado clásico, antiguo o moderno - no tiene por qué ser desde la primera vez, tal vez en revisión -, uno comprende de súbito esa grandeza hacia sus adentros y ya le dará igual lo que diga nadie: lo hizo suyo pese a que aminore el entusiasmo oficial, aun si desaparece de listas que uno siempre mira o hasta si cae en desgracia.
Si ese deseo irrefrenable surge con un film tan desconocido como "Johnny come lately", el placer adquiere otros matices.
Quien se haya dedicado a trillar la filmografía de William K. Howard, seguramente partió del gancho habitual, "The power and the glory" de 1933. Lo escrito sobre ese único film, a partir de un famoso texto de la Kael en los años 70 en el que proclamaba las grandes similitudes que tenía con "Citizen Kane", deben ser como nueve décimas partes de todo lo referido a su autor.
Cualquiera, supongo, ha podido sospechar que ese póstumo prestigio debió "imputarse" en buena medida al guionista de "The power..." y un muy buen trecho más anticipatorio respecto a Welles que él, Preston Sturges. Si, además, se hizo la prospección de la obra de Howard cronológicamente, es difícil no haber perdido más pronto que tarde la esperanza de hallar algo grande.
Lo había.
Esta comedia capriana de maneras walshianas o este drama wellmaniano de traviesa alma fordiana - a uno le cuesta definir lo que ama y menudo lío sentimental tiene quien hincó rodilla en la que fue tierra fértil para las risas y las lágrimas - filmada enmedio de una guerra, tiene todo el aspecto de cosa menor y ya entonces, ahora ni puedo imaginarlo, de anticualla.
Dos cabos fácilmente atables disuadirían al menos confiado en reputaciones: James Cagney acababa de ganar por fin el premio Oscar y con la ayuda de su hermano William (productor) pudo hacer por fin lo que le vino en gana - está hasta "relajado", si tal cosa es posible - y en el rol femenino principal, Howard hace debutar a una actriz de sesenta y cuatro años, Grace George, que llevaba toda la vida en los teatros de Broadway y que sin sospecharlo, pasó a ocupar uno de los primeros lugares entre las numerosas mujeres admirables que llenaron los cines de ese año 1943 (inolvidables las de "Vredens dag", "Le ciel est à vous", "Holy matrimony", "The song of Bernadette", "La Malibran", "Romanze in moll"...)
 
 
 
Desde que se encuentran por primera vez, el ímpetu de ambos - a veces pura resistencia estatuaria - divierte, contamina y revoluciona tanto como lo haya podido hacer la pareja con más "química" que se haya publicitado nunca y ni se aman ni se terminan de compenetrar.
Tan solo son un par de "peligrosos" cómplices, derrocados pero invictos, en la América del turn of the century con el cuarto poder fulleriano traspuesto de las calles de Manhattan a algún pueblo a medio camino entre dos que no pueden ser más distintos, aquel soñado de Kentucky donde vivió el Juez Priest y el que surgió de la más célebre pesadilla de los años 40, Pottersville.
Hondo en la pausa y trepidante en cuanto se mueve, gloria a William K. Howard por finalizar su carrera - le quedaban un par de años y películas en activo - sin monsergas ni tratando de envanecer fotogramas, incluyendo - "The bells of St Mary's" en la garganta - una ambigua y sublime despedida. 
Con decir que la simpar Hattie McDaniel, la música hecha actriz, que parece rodar siempre al ritmo de un trío dixieland - realmente no era necesaria esa musiquilla zumbona que le solían poner - es el personaje más escéptico del film... 
¿Cuántas cosas "no cuadran" para que nuestra pareja pueda culminar su pequeña gran hazaña? ¡Todas!
Por supuesto es una ingenuidad creer que se puede lograr una victoria así. Vaya idea chiflada la de que una viejita y un vagabundo consigan desenmarañar las argucias de los poderosos partiendo de menos de cero, sin dinero casi, ni una razón imperativa de por qué hacerlo, sólo con la verdad.
Más ingenuo aún es creer que se puede lograr tal cosa contando con lo que quede en la gente de agallas y espíritu de justicia, sin utilizarla, ni venderle humo ni convocándola siquiera. 
El colmo ya es pensar que se pueda considerar una gran película una que no subvierta realistamente tanto dislate y que ose mirar a esas dos quimeras como si realmente fueran el idealismo y la política.
Todos estos incautos y especialmente los últimos, tienen todo mi aprecio.

EL RÍO

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De la urgencia por encontrar en "Ôsaka monogatari" la crudeza en la puesta en escena, lo más bellamente perfilados a los personajes, de recibir solo lo esencial, tenía "la culpa" su arranque, tan prodigioso que parecía no pertenecera Yoshimura Kozaburô.
Aún figura a veces, por error, como último film de Mizoguchi Kenjî, puesto que lo preparó y escribió con Yoda Yoshikata y debiera haber sido el siguiente a "Akasen chitai" de no mediar su muerte, con lo que no hay más que ser - si tal cosa es posible - un pocomizoguchiano para sentir la radicalidad del maestro y la belleza inalcanzable de sus encuadres restañando como una tormenta a la tierra seca aquellos minutos privilegiados que no cuadraban con lo conocido del sensible Yoshimura: el sublime plano de la casa ardiendo desde la montaña, la idea abrumadora de terminar con todo, el travelling con los niños ateridos de frío que no cesan de andar para no perecer y así encuentran una pista...
Ese primer rollo proyectado aisladamente podría hacer dudar de veras sobre la autoría de Mizoguchi, quizá con algún sospechoso primer plano de más, tesoros reservados de su cine.
Después de una brusca elipsis temporal, ya se volvía más ardua la tarea de encontrar esa clase de luz en una historia de avaricia un tanto diseminada, muy confiada a lo escrito, sin verdadero genio.
Un lustro había pasado desde que filmara su admirable "Genjî monogatari", con lo que nada hay que reprocharle a Yoshimura, que había demostrado ser mejor y más amplio, no un copista o un oportunista emulador. En esos años había encadenado films buenos o notables donde fue consolidándose una idea general, múltiple, una especie de enmienda a la totalidad a los muy abundantes personajes masculinos obcecados y unidimensionales comunes en el cine japonés. Esposas, hijos e hijas, geishas, superiores y subordinados, amistades o desconocidos, desviaban, desarticulaban y terminaban derribando el viejo concepto, tal y como estaba sucediendo en el país desde la posguerra.
Para alcanzar a coger el tren de Lubitsch, Cukor, Clair o Sternberg, muchos films japoneses de los años 30, como los de otras latitudes omnubiladas con lo que llegaba de USA y Francia sobre todo, habían reflejado tal y tan súbita liberación que casi cualquiera parece más moderno que muchos filmados desde la posguerra.
Lo que parecieron entonces hechos consumados - mujeres independientes, familias no patriarcales, etc. - comenzaban ahora a resurgir desde las rendijas, resultado de duros enfrentamientos, de rebeldías y soledades, ya sin "saltarse" a Flaubert, Hardy o James, un proceso más natural.
Antes y después que en "Ôsaka monogatari", ya aparecieron en "Anjo-ke no Butokai", "Yuwaku", "Itsuwareru seiso", "Yoru no kawa", "Yoru no chô" y en "Echizen take-ningyô" de 1963, no sé si la culminación, pero sí la más rotunda y sencilla plasmación de ese empeño plasmado en un solo personaje: una mujer.
En "Echizen take-ningyô", los hombres que se encuentra la prostituta Tamae (una gran Wakao Ayako), desprovista de ambiciones y quizá precisamente por ello, son timoratos, acomplejados, aprovechados, entrometidos, manipuladores o maleducados y, tal vez, uno fue respetuoso y desinteresado.
 
 
 
 
 
 
No debería haber melodrama si no hay una oportunidad para la felicidad por remota o breve que sea, y "Echizen take-ningyô" lo es aunque la desolación nazca de ella y a ella retorne sin apenas comunicar nada. Se enamora y se desencanta, cree y reniega, piensa en marcharse y en volver o entiende lo que vive como un castigo y como un regalo.
Así, todos los puntos de vista acaban confluyendo en el de ella, que transita el último cuarto del film como algunos personajes contemporáneos de Ingmar Bergman, Michelangelo Antonioni o Satyajit Ray, sin salida, tanto da si se empecina en no ceder como si se humilla ante quien pudiera ayudarle. No veremos en ese proceso ni un agobio de cámara o encuadre, ni un acento lumínico o sónico de más por parte de Yoshimura para hacerla parecer aún más exhausta.
Antes de que llegue ese momento, aprovecha Yoshimura para dar protagonismo al imberbe que pretende "salvar" a Tamae de su mísero destino, Kisuke (Yamashita Junichiro), actor mediocre y sin embargo apropiado para hacer creíble un Japón circa 1925 del que siempre nos han pintado un panorama de colisión medievo-capitalista, donde todo estaba determinado y todo estaba en venta, pero que quizá fuese más tolerante y menos clasista que la mayoría de países europeos: un simple artesano accede a vender sus figuritas de bambú a escala sin que medie un milagro, puede haber una boda entre él y la que todos creen que fue la amante de su padre sin reproche social ni del cineasta, hay supuestos en que una mujer puede abortar legalmente...  
Paradójicamente y de films como este o mejor dicho, al mismo tiempo que films con argumentos como el de "Echizen take-ningyô", por razones muy diversas pero conectando con lo que sucedía en Europa con los spaguetti westerns, nacían ya por estas fechas los primeros de sexploitation, pinku-eiga y demás subcalificaciones. Durarán eso sí mucho más que los parientes almerienses de Walsh o Sturges, se perfeccionarán y alcanzarán incluso cumbres en las dos siguientes décadas.
Qué extraño que toda esta vitalidad y capacidad única para cambiar del cine japonés se disipase a continuación para no volver nunca más.

UN NIÑO DE AGUASCALIENTES

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A pesar de que ha insistido en entrevistas toda su vida y demostrado a poco que le invitaban a profundizar, que cuando proclamaba su gusto por las películas mejor narradas de la Historia del cine no iba de farol, la fama que precederá siempre a Jaime Humberto Hermosillo me temo que será la de cineasta afiligranado, inmoral, ejemplo palmario de no sé qué nuevo - con tal de que rompa con el clásico o lo renueve empujándolo hacia los extremos - cine mexicano, con muy variadas polémicas asociadas siempre a su nombre.
Siempre me parece que supo salirse con la suya, que si ha sido transgresor es que porque hay mucha hipocresía delante de una pantalla y no por ningún fatuo ánimo provocador; prueba de ello es que los límites que ahogan a otros cineastas "con mundo propio", por naturaleza calculadores, le importaba muy poco destruirlos o negarlos en cuanto encontraba una historia atractiva.
En cierto modo es lógico entonces que la película para la que nunca hubo mayor atención - ni aunque "La pasión según Berenice" pocos meses antes sí la concitase, por descontado, escándalo mediante - sea la más alejada de todos los tópicos, "Matinée", la más personal que filmó y la más llena de ese cine que tan bien amaba, el americano de los años 40 y 50.
"Matinée" en realidad no está aislada, tendrá resonancias más adelante en su obra y cerraba un camino abierto por la previa "El cumpleaños del perro" de 1976, trasponiendo la rebelión extemporánea, destemplada de aquella - unos amigos que mandan a la guillotina a su rutinaria vida familiar - a una pulsión más común, de la que casi cualquiera tiene almacenados en la memoria episodios que se recuerdan con el cariño inspirado por la edad de la inocencia, incluso si se salió trasquilado del enredo.
Mirando hacia atrás sin ira, Hermosillo poco podía esperar de su público y menos aún si fabulaba y no contaba "la verdad", que no sé por qué no puede ser feliz o irreflexiva ni puedan añadírsele sueños, con lo que probablemente "Matinée", resumida, parezca un mal guión, una idea poco madurada y de gestión emocional complicada por hacer simpatizar a niños con delincuentes, quizá homosexuales, por si faltaba pimienta.
 
Pese a tan pobres expectativas, convierte Hermosillo esta fantasía infantil suya o la probable memoria coral de quienes conoció y de cuanto alardearon sin prueba de ninguna clase, en una aventura de ecos stevensonianos y como tal, cruda, a ratos absurda, divertida y terrible; iniciática, sí, pero en cualquier momento también terminal.  
Suceden además demasiadas cosas y demasiado rápido, sin tiempo para lecciones.
Los niños se fugan del colegio antes de que sepamos qué traman; los pillan en el cine antes de que empiece la película; muere aquel tipo antes de que veamos dispararle; se convierte uno de ellos en ladrón antes de bajarse de las atracciones de la feria...
La canónica evolución de personajes la acelera Hermosillo con elipsis continuas y cambios de dirección desconcertantes, recordando oportunamente que esos cánones del cine negro y de piratas, por citar los dos más cercanos al film, se construyeron a partir de anomalías narrativas, estructuras temporales suicidas, castings supuestamente inapropiados, etc, mucho antes de que llegaran nuevas olas a pensar el cine no hacia, sino desde esos márgenes.
 
En esos giros continuos, esas suaves sugerencias, están, sin énfasis, ya contenidas las audacias claustrofóbicas de "Naufragio" o "Encuentro inesperado", los experimentos con la profundidad de campo y perspectiva de "La tarea" o "Intimidades en un cuarto de baño", las peripecias de Buñuel en Macondo de "María de mi corazón", los vaivenes sentimentales con la vista puesta en sus Alejandro Galindo favoritos de "Las apariencias engañan", la madre entrometida hitchcockiana de "Doña Herlinda y su hijo".
Es bonito ver cómo funciona en "Matinée", a un nivel adolescente en todos los sentidos - en chicos y mayores, más atolondrados aún -, lo que siempre le atrajo: las apariciones y desapariciones, los planes surrealistas, el idilio con lo imposible, el juego caprichoso de afectos que rara vez incluye a la familia, el humor negro o la exactitud en la planificación de la más inexacta idea.   
 

LLUVIA NOCTURNA SOBRE EL MONTE BA

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Miguel Marías

Es curioso que IMDb no haya aprovechado una línea que tiene para “créditos excéntricos” en la (escasa) información que proporciona de esta película china de 1980, porque, aparte del habitual (y casi siempre existente) director, el entonces debutante Wu Yigong, figura en los subtítulos en inglés del film un “general director”, que aún me pregunto qué puede significar: ¿un supervisor, el iniciador del proyecto, un viejo cineasta sustituido por enfermedad, por sospechas de desviacionismo, o por su origen probablemente burgués? Porque se trata de un conocido cineasta de los años 30, Wu Yonggang (n.1907), que por entonces tenía 73 años y todavía realizaría alguna película más antes de fallecer dos años después, y había pasado a la historia del cine chino por ser el autor de la excelente “Shen nu”(La diosa, 1934), primera de las treinta que hizo.
No es infrecuente que en la República Popular China, como en la antigua URSS (o en los Estados Unidos de Hollywood), figuren o no, hayan intervenido en bastantes películas dos o más directores, pero en todas partes resulta tarea trabajosa y casi inútil tratar de averiguar por qué, en qué orden, por deseo u orden de quién… y en qué medida la película terminada contiene las aportaciones (a veces críticas o antitéticas) de unos y otros.
Para 1980, al menos oficialmente, se había dado por clausurada la llamada Revolución Cultural Proletaria que imperó en China entre 1966 y 1976, aunque el grado de reconocimiento de sus estragos (millones de muertos ignorados en Europa, en especial por los entonces autodenominados “maoístas” o “pro-chinos”) osciló de un año a otro y no sólo cuando yo visité Pekín (ahora Beijing) en 1987, ni en 1989, cuando Tiananmen, sino todavía hoy (este año se han retirado del Festival de Berlín dos películas chinas que al parecer trataban de o aludían a este periodo que duró al menos diez años, afectó a muchos millones de personas y prácticamente redujo a cero la producción de películas, con la excepción de un par de ballets ideológicos).
De modo que sospecho que hacía falta, además del apoyo implícito, teórico, general y abstracto del gobierno del repuesto Deng Xiaoping, bastante valor para hacer una película tan clara y explícitamente crítica de la Revolución Cultural como “Bashan Yeyu” o “Ba Shan Ye Yu” (1980), de estos dos Wu no sé si emparentados (es un apellido muy frecuente en China, incluso entre directores de cine: conozco al menos cinco). Por cierto, el título suele traducirse, inexplicablemente, como “Lluvia de anochecer” aunque, por lo visto, literalmente significa, aún más misteriosamente, “Lluvia nocturna sobre el Monte Ba”.
Otro misterio es que en el cine oriental en general, y especialmente en el chino, abunden, todavía hoy, pero especialmente en los años 30 y, más sorprendentemente, en la década de los 80, los más auténticos herederos de Frank Borzage, Leo McCarey, John M. Stahl, Gregory LaCava, John Ford, Henry King, Frank Capra, Douglas Sirk o Vincente Minnelli. No es tan raro que quien hizo “Shen nu” admirase a Borzage en 1933; lo es mucho más que lo haga en 1980 Wu Yigong, nacido en 1938 y en ese momento autor tan solo de un cortometraje, aunque en 1983 realizase la muy reputada “Cheng nan jiu shi”(My Memories of Old Beijing), que no he conseguido ver.
De esa presunta filiación parte el enorme poder emotivo que, muy sobriamente, tiene para mí esta película, como las de Borzage en los años 30, a la vez muy clásica y muy libre, muy sencilla y muy compleja, muy fluida y muy elíptica, muy serena y muy sintética. Las múltiples historias de los ocho personajes reunidos en la Cabina 13 de 3ª clase del enorme barco fluvial que va de Sichuan a Wuhan por el río Chiangjian, más otros cinco también a bordo, y dos que quedaron en tierra en el puerto de partida y otros dos que sólo aparecen en breves y oportunos flashbacksconstituyen un material narrativo extremadamente denso, que “Ba Shan Ye Yu” resume en unos 80 minutos, lo cual es uno de esos prodigios narrativos que el cine parece haber perdido casi por completo.
Actores para nosotros totalmente desconocidos, anónimos y desprovistos de cualquier connotación, que sin embargo al cabo de cinco minutos nos resultan conocidos y por tanto creíbles, y que, en consecuencia, nos importan como personajes …todavía más que los algo paralelos de una de las películas más recientes de Jia Zhang-ke, “Jiang hu er nv”(La ceniza es el blanco más puro, 2018) y mucho más que los de la película china más celebrada (quizá gracias al suicidio de su autor) de los últimos años, “Da xiang xi di er zuo”(An Elephant sitting still, 2018) de Hu Bo. Probablemente, porque es más sencilla y modesta, aunque los dos Wu - Yigong y Yonggang - se permitan la irónica venganza de hacer “héroes positivos” de todos los personajes inicialmente presentados como (o tomados por) “negativos”, y de sabotear otro de los mandamientos sacrosantos del “realismo socialista”, multiplicando a escala coral las “tomas de conciencia” de los personajes más dogmáticos, en uno de los happy endings más solidarios y compartibles desde “You Can’t Take It With You”(Vive como quieras, 1938) de Capra.
Es curioso también que esta película china de 1980, fruto de la presunta colaboración de un viejo cineasta y un joven debutante, se inscriba en una asaz gloriosa tradición del cine fluvial que va desde Mark Donskoí y algunos otros soviéticos hasta “Steamboat ‘Round the Bend” (1935) de John Ford o “Bend of the River”(1951) de Anthony Mann, al tiempo que entronca con una más amplia tendencia a crear un microcosmos de personajes contrastados y hasta contrapuestos reunidos por el azar en un lugar (digamos “Grand Hotel” y sus epígonos) o que se desplazan en el espacio y en el tiempo (basados casi siempre en el cuento “Boule de suif” de Maupassant y cuyo más célebre ejemplo sería “Stagecoach”(La diligencia, 1939) de Ford. En este caso cabría imaginar una influencia subterránea de King Vidor, especialista en hacernos ver a los espectadores lo que él decide mostrarnos, que tiende a ser cómo un personaje contempla lo que hacen o se dicen otros dos personajes: véase, sobre todo, “Ruby Gentry”(Pasión bajo la niebla, 1952), pero es un proceder frecuente en su filmografía y que los Wu aplican con gran sentido y hábiles panorámicas en “Ba Shan Ye Yu”. Es, en el fondo, la versión cinematográfica de lo que puede ser la función de la poesía, según lo que el poeta “reaccionario” Qiushi (Li Zhiyu) trata de explicarle a la policía secreta Li Yan(Qiang Ming), “dar a ver y hacer pensar por uno mismo”.

ANIMALES DE PORCELANA

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Desde el aire puro, el color y el acercamiento al pueblo disperso entre montañas ("Wir Bergler in den Bergen sind eigentlich nicht schuld, daß wir da sind", 1974), desciende Fredi M. Murer a la polución, el blanco y negro y cualquier hormiguero urbano de su país, Suiza, para filmar "Grauzone" (1979), una de las más extrañas y fascinantes películas de los años 70.
La escasa fama internacional de este cineasta - aún vivo pero cada vez menos activo, quizá ya retirado - le llegaría años más tarde, con "Höhenfeuer" (1985), especie de continuación de la primera de las citadas y una de esas películas a las que se les adhiere el marchamo de "gloria nacional" desde los primeros aplausos recibidos en festivales, no tanto por arquetípica o ejemplar (el corazón del film lo ocupaba un caso de incesto) sino por repercusión y contribución a la diferenciación de su cine del de otras naciones colindantes, especialmente a ojos de los que no conocen ninguno de ellos.
Ni gracias a ese repentino prestigio concitó una mínima atención el cierre a la "trilogía alpina", "Der grüne berg" (1990), quizá la más sugerente de las tres; también merecieron más suerte las posteriores y aún mejores "Vollmond" (1998)  y "Vitus" (2006), gestadas tras largos periodos en los que Murer perseveró en su idea de filmar implicando a productores, jóvenes asistentes, escritores, etc., más allá de la financiación o para que le proporcionaran un material de partida.
Nada didácticas ni turísticas, tan inconcretas que no parecen ni ficciones ni documentales, ni patria ni tierra forastera parece cuanto capta la cámara de Murer, con una radical falta de gratuita empatía transmitida por nacimiento hacia lo que le rodea, una distancia que sería interesante calibrar - comparándolo con Alain Tanner y mirando hacia arriba, hacia Jean-Luc Godard - si es lo más auténticamente suizo de su cine. 
"Grauzone" pudo ser una fábula de ciencia ficción llena de metáforas dirigidas a un fácil blanco: dar a ver la cara oculta y esquizofrénica de la opulenta super-civilización en la que le tocó nacer, retorciendo un poco lo que hizo el propio Tanner en los convulsos días de "Charles mort ou vif". Quien busque esa película se encontrará tan perdido como la pareja protagonista, inmersa en un borgesiano impasse, de los que el ilustre escritor argentino hubiese inferido de sus lecturas favoritas de novela negra.
 
 
"Grauzone" quiere en cambio aprehender la dócil pero decidida escapatoria de la claustrofobia que produce cuanto ha dejado de funcionar como debiera: la vida familiar, el trabajo, el tiempo libre, el sueño... mientras desde el mundo exterior llegan confusas noticias, ráfagas inconexas de certezas que se tornan amenazas y de indicios que, inexorablemente, empeoran. 
Sospecho que la única manera de que sea tomada por "realista" - para preocuparse un poco menos, dada la inutilidad de cualquier iniciativa en contra - pasa por creer en conspiraciones, en que nada es lo que parece, en que nos controlan y trazan secretamente nuestro destino sin que sepamos una palabra hasta que es demasiado tarde para reaccionar. No dudo por supuesto que ese sea el gran sueño de élites y mabuses de todo tipo.
Los que más bien crean que son el azar o el absurdo inherentes a la vida y la inoperancia e ignorancia de muchos que ejecutan tales vigilancias y manipulaciones, los factores que distribuyen (pésimamente) la suerte, encontrarán un film que comunica un aún más profundo sentimiento de desasosiego e invalidez, donde los desajustes y desgracias ajenas, que se suelen mirar como un pasatiempo, de repente le pueden concernir a uno y de seguro le aplastarán.
La paranoia que asolaba al "espía espiado"Gene Hackman en "The conversation" de F.F. Coppola, será por ese carácter al que aludía al principio, no parece afectar ni dibuja una mueca en la cara del funcionarial Alfred (Giovanni Früh, de gran parecido físico con Roman Polanski y no encajaría mal este personaje en su cine), al que la "epidemia sentimental" que invade la película casi complace porque le permite hacer lo que de otra manera ni se le ocurriría o se atrevería.
El perfecto y preciso arranque, prodigiosamente medido, se anestesia y está a punto de detenerse completamente varias veces al poco rato, con acelerones cada vez más inesperados, lo cual lleva a otro pensamiento godardiano a propósito de esos contrastes entre maestría clásica - el siglo del cine - y fogonazos que convocan artes de otras centurias para dar luz a cuanto quedó deshilvanado y secreto.

GRANDES EXPECTATIVAS

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El gran éxito de púbico de "Bolshaya semya" en 1954 - también en Italia, el segundo país donde más plateas llenó -, un por entonces muy comentado premio coral otorgado a sus intérpretes en el Festival de Cannes y el renombre que adquirió su director, Iosif Kheífits, son hechos que suenan desde hace muchos años a historias inventadas.
En realidad son algo mucho más triste que eso, son amarillentos recortes de periódico que despiertan tanta melancolía como indignación al volver a leerlos en cuanto se contempla esta película con ya muy poca fe en la justicia que debiera restituirle el lugar que merece.
Es una buena paradoja pensar que si hubiese contenido hipócritas proclamas políticas (solo se cuenta una "leyenda urbana" sobre Lenin; ni una palabra se dice sobre Stalin) o al menos hubiese sido oportunamente malinterpretada aprovechando su gran difusión, seguro que engrosaría las listas del cine de propaganda y de vez en cuando tal vez se molestaría alguien en comprobar qué colores pudo haber bajo los barnices. 
Pero la gente, aquellos espectadores, la hicieron suya simplemente porque "era como ellos".
Allí y en todas partes, en la medida en que fue permitido con retrasos y "filtros" varios, ese público asistió al esplendor de los mayores maestros, pero se adhirió también con fuerza - y sin hacer distinciones - al genuino cine popular, accesible y cercano para todos, pero olvidado críticamente desde siempre, aun si fue practicado por cualquiera de los grandes (y pocos no lo hicieron), con lo que la situación no ha hecho más que empeorar con el paso del tiempo. ¿Quién no mira ahora con cierto o absoluto desdén a "Torna!", "Scaramouche", "Wait 'til the sun shines, Nellie", "L'oro di Napoli", "Awaara", "The curse of Frankenstein", "Mát", "El rebozo de Soledad" o "Lili" e incluso a "The flame and the arrow", "When Willie comes marching home", "Japanese war bride", "The thing from another world", "La Tour de Nesle", "Pyaasa" o "Il generale della Rovere"?
Huérfana de defensores, como casi todas ellas, "Bolshaya semya" lleva ya sesenta y cinco años perdiendo hojas mientras mediocridades estilizadas se enredan no se sabe muy bien cómo a la Historia "oficial" y ahí permanecen. Siemprevivas de plástico que no cometen pecados capitales tan pasados de moda como tratar de no hundir a nadie en la miseria por muy incierto que parezca todo, o su reverso, no prometer algo a sabiendas de que no va a haber manera de alcanzarlo.
Qué suerte la de esos espectadores, ¿no es cierto?, probablemente inmerecida - ni a un lado ni a otro de la pantalla era nadie más listo ni mejor a mitad de los años 50 que en cualquier otra época -, vaya constelación de talentos al servicio de cinéfilos primitivos y ocasionales aficionados.
En cuanto pasen diez años y se empiece a hablar de decadencia, en las dos o tres décadas posteriores bien que se batallará por elevar el cine a esas alturas y en buena medida se conseguirá. Cuánto se escribirá, cómo se recuperará el pasado, qué bonitos serán los puentes que se edifiquen para conectarlo con el presente.
Ahora ya no hay tal empeño porque no existe tal problema: ya por fin - y es solo el principio -, nos merecemos el cine que tenemos y lo que no hay quien entienda es cómo se siguen rodando películas como "Mademoiselle de Joncquières", "Ad Astra", "Le chant du loup", "Amanda" o "Village rockstars".
Esta gran pequeña película soviética, donde todo el mundo habla por los codos y nadie sabe un pimiento de lo que ocurre fuera no ya del país, sino de más allá del astillero como no venga en un libro de álgebra o lo haya escrito Tolstoi, tiene una belleza plástica asombrosa, es un prodigio de claridad en su frenesí narrativo pero también de complejidad y emoción en sus momentos de calma y una divertida fábula sobre el relevo generacional.
En cualquier puerto o en ciudades interiores, seguro que hubo cientos, miles de abuelos que no sabían retirarse después de una vida de trabajo como Matvei, nueras desencantadas con el patriarcado irreductible que ellos y sus hijos representaban, como Lida, románticos empedernidos como Alesha o intelectuales de pacotilla que se creían mejores que todos juntos como el que está a punto de arruinar la vida a su querida Katya.
Con estos personajes desviando la atención constantemente no hay manera de presumir en condiciones de progreso industrial. Así, la coletilla que se repiten a menudo unos a otros de "sepultureros del capitalismo" para fraternalmente autodenominarse suena cómica en lugar de solemne, las innovaciones técnicas en el trabajo significan una nada disimulada catástrofe para muchos y la apertura a la dirección de mujeres - incluso más rápidamente de lo que lo estaban haciendo los diabólicos países occidentales -, choca con la imagen repetida, veintisiete años después (me refiero a "Devushka s korobkoy" de Boris Barnet), del mismo y ya por entonces mezquino y arcaico mandamiento gubernamental respecto a la concesión de una simple habitación a una pareja casadera.
Hubiese sido en vano.
No importaría lo que hagan decir o hacer a un personaje, que será verdad si el gesto y la mirada lo transmiten y lo sabremos de inmediato y nunca lo podría ser en caso contrario y también lo sabremos. Esa capacidad para dotar de entidad a un actor o actriz, erigir sus afectos y desapegos para que se muevan libremente, florece por doquier o no surge por mucho que se abone y exponga el encuadre y es uno de los secretos que unen íntimamente a los gigantes y a estos casi anónimos cineastas como Iosif Kheífits.

PAREJAS

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Entre los films perdidos más añorados, "Walking down Broadway" sospecho que no debe ocupar una de las primeras posiciones.
No siendo uno de los que vienen desde tiempo inmemorial envueltos en un halo de misterio legendario, los silentes, si era difícil medir su "cotización" poco después de 1932 cuando debiera haber visto la luz, quizá lo es más aún desde que su repudiado descendiente, "Hello, sister!" fue descubierto en los años 70.
En cada década y hasta esos años aproximadamente, fue menguando la nómina de inencontrables gracias a hallazgos en todo tipo de filmotecas, museos, archivos personales, etc., pero los filones se han ido agotando y ahora, que se dispone de más medios que nunca para rastrearlos, la sensación en cambio es de que se trata de una lista casi cerrada.
El fracaso final - y sin duda el más injusto, porque ni gastó más dinero del presupuestado, ni empleó más tiempo del previsto, ni desafió mucho más que otros contemporáneos los escrúpulos de los bienpensantes al mando - de Erich von Stroheim, desde entonces ya solo actor, tomó para la posteridad, como apuntaba antes, la malhadada silueta de un film sin firma, de nula o pésima fama, atribuido - pero sin responsabilizarlos - a los remontadores más o menos confirmados de entre los que la tocaron, Alfred L. Werker, Alan Crosland y Raoul Walsh.
No queda nada claro y hasta se complica y contradice todo, si además de leer los papeles oficiales,  transcritos en varios archivos, se les echa un vistazo a aventurados documentales y se consultan algunas biografías de dudoso rigor - al menos lo son las que afirman justo lo contrario de las otras - para discernir cuánto o qué pertenece a cada uno, incluido el maestro, en ella.
De todo y con todo se ha especulado, pues debe ser negocio rentable, pero a "Hello, sister!", el film que sobrevive y es accesible, poco caso se le ha hecho, como si su mera existencia fuese hasta un problema, como si se tratase de un bastardo con el que nadie sabe qué hacer.
Si las copias renqueantes o no muy gratas a la vista que han circulado durante años no lo lograron, la ya no tan nueva restauración en 4k debería por fin haber llenado de dudas o sencillamente haber dejado atónitos a quienes la hicieron de menos o perdieron el tiempo en tratar de averiguar - como si fuese lo único interesante al respecto - qué plano pertenece a quién. Han pasado varios años desde ese acontecimiento y parece que, una vez más, se ha tapado un error con otro mayor y una película tan extraordinaria como "Hello, sister!" no recuperará jamás el lugar que le corresponde.
Los porcentajes autorales poco deben importar al contemplarla. Si esta narrativa esencial, esta brutal cadencia expositiva, esta audacia sentimental, estos encuadres inéditos, esta dirección de actores y esta penetración en las entrañas de su época, hasta si son retazos de lo que pudieron ser, no pertenecen a Erich von Stroheim, en todo caso se trataría de la primera obra maestra - y la máxima de los dos primeros - de los cineastas citados, bajo el poderoso influjo de su cine, que no inspira, sino que invade y toma cada centímetro de celuloide.
 
 
 
 
 
La violencia y la descarnada presentación de hechos que campaba entonces a sus anchas y que tuvo que hacer intervenir al gobierno para cortar por la sano la degradación moral del cine americano, apenas atenúan la "incorrección" habitual de la obra de Stroheim, al que seguramente debieron parecerle baratijas muchas de aquellas películas escandalosas y estaba dispuesto a entregar un monstruoso doble de "The crowd" o "Lonesome", a costa de integrar la nómina de films sin solución de continuidad con los que se echa el cierre al mudo y a la América de Hoover, pagando tan alto precio como alguno de sus colegas. Recordemos "The struggle", "An american tragedy", "Scarface, shame of a nation", "Freaks", "Heroes for sale", "Man's castle" o "The half naked truth", por donde desfilan muchos de los momentos más duros y verdaderos que en el cine han sido.
Tal vez si no hubiese habido injerencias y las hubo desde su mismo debut, si digamos hubiese podido escribir su "Les faux-monnayeurs" o pintar su "Tod und Mädchen" particular, no hubiese prendido nunca la imagen de Stroheim como la de un degenerado extranjero con aires de grandeza, conminado - como eligió Lubitsch o supo en el futuro adaptarse Buñuel - a filmar con este predominio de lo latente en su cine, de las posibilidades sugeridas, que pueden o no materializarse, pero que iluminan el plano en cada momento hacia puertas y ventanas fascinantes. Esto brilla con fuerza, inequívocamente, en "Hello, sister!".
Y lo latente es simple cálculo: qué tan poco decir o mostrar para generar superlativamente deseo y codicia, suspense y misericordia, placer y terror.
Pocas veces puede reunirse un elenco de personajes tan zafios o, en el mejor de los casos, simples, modestos, ingenuos, contar una pequeña peripecia cotidiana redimida por el amor, interrumpido varias veces su ritmo con momentos humorísticos rayanos en lo patético y comunicar esta tensión sostenida, esta sensación continua de que literalmente cada escena puede terminar con un asesinato.
Lo más interesante de esa intensidad es que no viene acelerada o demorada artificialmente para hacerla notoria ni proviene de ningún desequilibrio compositivo. Cada segundo de película está filmado con una limpieza y una belleza en los cortes que no decae ni cuando el personaje de Zasu Pitts cae en una zanja de la calle o cuando la provinciana Peggy está a punto de ser violada.
Brillan las luces de Coney Island, abundan las sonrisas y hasta una comedia o un musical es o pudo ser "Hello, sister!", que extiende los brazos de sus set pieces hasta el cine de Donen & Kelly, y más allá, hasta Michael Cimino.

DULCE EMOCIÓN

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Como todas las películas accesibles de Ishmael Bernal, que por desgracia son aún pocas pero ya suficientes para advertir su magisterio, "Nunal sa tubig" alcanza un momento de colapso, un punto en que ya no queda nada que decir, poco que discurrir y no gran cosa que hacer salvo emprender otro camino o recomenzar el mismo. Un instante que no tiene por qué ser breve y que de hecho se suele componer de una batería de planos y contraplanos donde acuden personajes que han llegado al extremo en que ya solo les resta por expresar lo más habitual para los sentidos y lo más arduo de convertir en palabras, los deseos.
Sería llamativo que Bernal resolviese así tramas fácilmente vaticinadas y los clímax hacia los que convergen, pero desmintiendo la supuesta previsibilidad y sobreexposición - de situaciones, de gestos y de narrativa - atribuida a este cine popular, híbrido entre varios cercanos y alguno muy lejano y entendible por todos los espectadores como es el filipino, que lo haga de improviso, alterando puntos de vista y apelando a la íntima y absoluta comprensión de lo filmado,es de una arriesgada objetividad elíptica sin parangón contemporáneo; tal vez está más cerca Ishmael Bernal de los maestros del cine mudo que ningún cineasta de mitad de los años 70.
"Nunal sa tubig" es la más arquetípica y al mismo tiempo la más secreta de las películas que pueda uno imaginarse nacida en esa parte del mundo: tan coral, cotidiana, pobre, rural y a la intemperie de la naturaleza como pudiera suponerse, pero también, inopinadamente, resultando ser un melodrama atravesado por múltiples historias apenas insinuadas, un film político al fondo del constante trasiego desde y hacia la ciudad - o, tomando el límite más lejano, el sur -, un film sobre el matriarcado como lo dispuso en "La lotta dell'uomo per la sua sopravivvenza"Roberto Rossellini o una indagación sobre un espacio físico, un lago, que da y quita vida.
La precisión y la capacidad de penetración de la mirada de Bernal alcanza su cénit en este film disperso, sereno e inasible, en el que aplica justo el método opuesto que el utilizado en el que más se le asemeja de los suyos en cuanto a concentración y comprensión de lo observado, el torrencial y en gran medida improvisado "Manila by night / City after dark", de también repletos encuadres como este, dos cumbres pero no dos faros en una carrera tanto más apasionante cuanto más se pueda llegar a conocer.
Antes y después será capaz también de llegar tan lejos reduciendo todas las dimensiones posibles para poder centrarse en unos pocos personajes: el trío amoroso de "Ikaw ay akin", las parejas de "Relasyon" o "Hindi kita malimot", la madre soltera de "Pahiram ng isang umaga", la que no puede ni llegar a serlo en "Hinugot sa langit" o la, aún más solitaria que todas ellas, hacedora de milagros de "Himala", por ejemplo.
 
 
 
 
Una mujer que sospecha, unos pocos pescadores aislados o el lumpen nocturno de urbes estrepitosas, poco cambia en realidad porque entra siempre tan a fondo Bernal a conocer a sus criaturas que se difuminan las referencias externas y ni parece correr el tiempo ni haber un mundo fuera de plano, con lo que pocas brasas alimentarían al cine militante obligatorio del tercer mundo, el salvoconducto para que pudiera haber llamado a alguna puerta con esperanzas de ser escuchado y nombrado representante y voz de su cinematografía.
Será cada vez menos ambicioso formalmente Bernal en realidad con el paso de los años y hasta su prematura muerte, con lo que poco o nada debía inquietarle lucir semejante escarapela si no venía impuesta por los suyos, que sí le retribuyeron como mereció.
No se puede llegar más lejos de ese cruce de caminos en que lo que es inequívocamente tuyo pasa a pertenecer a los demás.
"Nunal sa tubig" no es más - y es nada menos - que el reflejo en celuloide de la aventura de quien quiso mirar sin camuflarse ni intervenir entre estas gentes iletradas (= que no saben nada que no necesiten) arrancando poesía de donde suele manar denuncia y drama de donde descendía la belleza. 
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