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ALGÚN DÍA SOLEADO

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"Les dernières fiançailles" es una de esas películas que nadie echa de menos no haber visto.
Pronto cumplirá medio siglo, triste efeméride para un triste ventura, la despedida de este mundo de dos ancianos que anhelaron sincronizarse para no quedar alguno de los dos solo.
Unas poco vistosas hechuras - actores casi desconocidos, espacios domésticos, sin música hasta la escena de clausura, pocas palabras, un premio de no sé qué cónclave católico -, el hecho de venir de una cinematografía como la canadiense, lejana en todos los sentidos y de un cineasta apenas notorio en los tiempos alborotados previos a esta obra como Jean Pierre Lefebvre, al que ya no se recuerda... todo contribuye al olvido.
Como para toda película de suspense, estas o cualesquiera otras líneas que tratasen de darla a ver o animar a buscarla, servirán más o menos, pero difícilmente restituirán el apreciable peso de estos fotogramas caseros enfrentados al mayor y más común de los misterios.
Solo con pensar que el más anónimo de los muertos conoce la respuesta a la pregunta que ningún sabio de las civilizaciones habidas y por haber ha podido responder, le concede una entidad a cada minuto y segundo menos que falta para tal momento, del todo desperdiciada en tantas películas donde es filmado puerilmente.
"Los relojes no pueden morir" dice Armand mientras pone cada día en hora al que tozudamente se retrasa respecto a los demás y debe ser la única frase que Lefebvre pone en su boca digna de ser llamada simbólica en noventa y tres minutos de discreto metraje, plantados en ese espacio final que debiera ser de lúcida recapitulación, velado sin embargo por el cansancio y las decepciones.
Naturalmente para él, enfermo del corazón o algo más agudo todavía por la expresión del médico que trata de convencerlo inútilmente para que se ponga en sus manos, la mirada no será tan limpia como fue, pero afronta lo que hace tiempo barruntaba. Dejará atrás lo poco que tiene y encomienda a ella tareas para conformarla: el pequeño huerto, las gallinas, la casa, la obligación de sentir la belleza de cada cosa como le remarca en un paseo como tantos que dieron y que ahora parece también querer legarle.
Rose en cambio tiene delante una ingrata misión para alguien con buena salud, quizá algunos años menos, ningún valor para ser su propio verdugo y no tanta fe como para atreverse a pedir vehementemente acompañarlo.
Cada vez que un encuadre la aísla, aparece primero una angustia que quisiéramos ver apaciguada en sus gestos; más tarde, cuando se conoce el desenlace, un placer en la admirable administración del tiempo por parte de Lefebvre.
La sencillez matemática de su puesta en escena acompaña sin épica ni casi conflicto a los personajes. Pasaron los años en que la vida estuvo llena de multiplicaciones y divisiones, sólo importan ya las sumas y las restas.
Encuadrado solo hay respeto y silencio.  
Lefebvre lo filma de espaldas a él mientras se pone sus dientes postizos y no hace falta ningún plano más para saber que el afecto que le profesa es el que se tiene a un padre.
Rose solloza un momento cuando él no la ve, en un bonito travelling con intensos verdes al fondo que no encadena Lefebvre a escena alguna de empeoramiento o confirmación de las dolencias de su viejo esposo. Si lo hace en su presencia, un tanto avergonzada por haber podido darle un único hijo que le quitó la guerra, no sirve el momento más que para un tosco ademán de él, un poco como aquellas caricias que profesaba William S. Hart en los albores del western mudo y que tanto me conmueven.
De ninguno de los dos sabemos casi nada y poco habría que saber me parece, pero basta con que cada espectador acote su indiferencia y se disponga a mirar un reflejo, el que podría ser de sus abuelos o sus padres, de ellos mismos o, en el peor de los casos, de lo que nunca serán, para entender todo.
Esto último tiene un valor decisivo.
No le dará sentido, ni será una bendición ni supondrá ventaja alguna, pero unido inextricablemente al vértigo del final está el agradecimiento por poder haber recorrido el camino en pareja.

TICKET DE IDA A LOS ANGELES

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La vuelta del célebre actor Fritz Kortner a Alemania tras su exilio forzoso provocado por el ascenso al poder del Partido Nacionalsocialista, se produjo en 1949, dieciséis años después de haber partido.
El público aún recordaba su temible silueta en los clásicos de la UFA, pero ya no había podido seguirlo en su periplo americano, donde trabajó con algunos ilustres cineastas autóctonos o expatriados como él (Edgar G. Ulmer, Joseph Leo Mankiewicz, Edmund Goulding, George Sherman, John Brahm, Jacques Tourneur) y, por razones obvias, mucho menos pudo verlo como azote del nazismo en películas de John V.Farrow o James P.Hogan.
Si no cayó en el olvido fue en parte gracias al ministro Goebbels, que no dudó en recurrir a icónicas caracterizaciones siniestras suyas de antaño para enrolarlo sin su permiso en "Der ewige jude" de Fritz Hippler, junto a otros judíos tan peligrosos como Albert Einstein, Charles Chaplin (!) o Ernst Lubitsch.
Un documental sobre su retorno ya hubiese sido interesante y más aún lo es "Der ruf" una película de Josef von Báky donde Kortner escribe e interpreta, fabula con hechos, imagina algunos y predice otros, para urdir una trama que en lugar de concernirle solo a él o por extensión a los artistas o los intelectuales, resulta tan pesimista como lúcida acerca de un país entero, un lugar donde parece que realmente solo hubiesen quedado caníbales y cobardes, como alguien le advierte en la comodidad de su hogar californiano cuando ya ha decidido volver.
El equilibrio de puesta en escena entre el reconocimiento alcanzado tan lejos de su tierra y la añoranza por ella, otorga a esos minutos iniciales tal dulzura que no importaría que la película se hubiese detenido más tiempo en esta fiesta de aniversario o quedado allí para siempre. Sobre todo por ellos, los jóvenes inoculados de la música de la vieja Europa, que combinan con la contemporánea, no tanto por los rijosos mayores, enfrascados en otra eterna disquisición sobre Goethe.
Pero el ambiente enrarecido de, por ejemplo, una de las últimas obras americanas en las que participó, "Berlin Express", acompañará, en cuanto comience el viaje, a estos fotogramas que no necesitan de ninguna clase de realismo para comunicar con verosimilitud la mayor de las desconfianzas sociales, políticas o culturales. Ni al italiano ni al francés ni al inglés: el cine alemán de la posguerra, facturado en el corazón del páis que provocó el neorrealismo, se parece como ninguno... al americano de los emigrantes.
 
 
 
Los puntos de vista diversos, la mezcla continua - está hablada más en alemán que en inglés conforme se acerca al paraninfo que una vez le repudió, pero los alterna todo el tiempo - es clave en "Der ruf", que dibuja un panorama desolador del presente y para el futuro, como si no hubiese sido suficiente con lo que había sucedido o, peor aún, como si nada hubiese sucedido. Las mismas intrigas, las mismas envidias, los mismos de siempre aprovechándose de los que no dudan porque no les enseñan a pensar.
Tan dramático es el paisaje que queda al clausurarse "Der ruf" que poco más quedó a Kortner por decir y a partir de entonces se dedicaría por completo al teatro, lo cual no debe llevar a pensar que utilizó al taquillero von Báky para disimular parte del discurso o venderlo mejor. No hace falta más que echarle un vistazo a la espeluznante "Via Mala" (1945, estrenada en 1948 tras ser prohibida) para advertir la complicidad que debió tener con lo que pasaba por la mente del cineasta húngaro, marcado como tantos otros por no haberse ido y haber filmado bajo órdenes del Reich.
De esta clase de reconciliación inexcusable es de la que habla precisamente el film.

PINTAR EL SOL

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Se pone a la venta "Pintar el sol: Víctor Erice", un libro retrospectivo sobre el cineasta vizcaíno.
Escriben para hacer un recorrido cronológico por su obra Miguel Marías ("El sur, 1983"), Javier Oliva ("El sol del membrillo, 1992"), Paulino Viota ("Alumbramiento, 2002"), Pablo García Canga ("La Morte Rouge, 2006") y José Andrés Dulce ("Vidros partidos, 2013"). Yo me ocupo de su debut, "El espíritu de la colmena" (1973).
Puede adquirirse en la web de Casa Ruiz Morote o contactando telefónicamente con ellos. Es una edición propia y la tirada es muy reducida.
 

LO MEJOR DEL AÑO

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Como cada año, la revista online australiana Senses of Cinema compila listas de favoritos anuales.
En este enlace está la mía incluida.

SEÑORA CON FLORES

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Ante la dificultad para encontrar las películas que dirigió su padre, el célebre pionero Nomura Hotei, del que no hay manera de comprobar apenas nada de su magisterio - ni ha sido puesto en duda pese a ello; extraña confianza la que disfrutan algunas leyendas - y considerando el no muy lógico y sumamente injusto estigma de "Hitchcock japonés" que pesa sobre su cabeza desde el principio de su carrera, la defensa de un film como "Harikomi" parece tan abocada al fracaso como la que pueda hacerse de su creador, Nomura Yoshitarô, siempre relegado en su país y fuera de él a esa segunda o tercera categoría de realizadores lejanísima de la cumbre.
Si este, su film más rico en propuestas y el más audaz - ciento quince intrigantes minutos armados sobre el montaje y los misterios de una mujer - no alcanzó relevancia alguna en 1958, a pleno sol de descubrimientos asiáticos en Europa, que también coincide que es el momento en que pudo ser más comprensible la por otra parte evidente influencia del cine del maestro inglés, una reconstrucción actual de los acontecimientos se antojará estéril nada más aparezcan los créditos de este film, suene su partitura de cuerda o crezcan un poco sus similitudes con, sobre todo, "Rear window", "Suspicion", "Sabotage" y "Shadow of a doubt" o, peor aún, con films derivativos de los creados por el genio del suspense, como más de uno de Henry Hathaway. Poco más bastará para tachar su nombre de la lista de originales, que es la única que parece contar ya.
Quizá no sea ni necesario tal esfuerzo porque no parece que Nomura tuviese como objetivo impactar a audiencias - menos  aún a las extranjeras - ni subir puestos en ese escalafón, así que solo quedaría... lo fundamental, la justicia.
Si hay un cine pródigo en aperturas deslumbrantes es el japonés y este arranque, con ese calor asfixiante, los vagones atestados de sudorosos pasajeros o las estaciones bulliciosas junto al mar, rasgos que solemos creer genuinos de cines latinos contemporáneos, es buena pista para advertir que también tuvo ese país narradores envolventes en una tradición que se remonta a la nórdica y germana silente, con aquellas introducciones tan físicas que los personajes debían arrancarse al medio que los cobijaba para individualizarlos.
Transitando como apuntes del natural, cuanto extraña de ese arduo recorrido en tren introduce así admirablemente no una historia ni su escenario, sino un ritmo, unas rutinas, un país quizá no tan singular como para diferenciarse de otros cercanos ni del que retrataba por ejemplo un Pietro Germi, al que - será casualidad - tampoco le faltaron nunca reproches variados sobre su "intrusismo genérico", como si el thriller perteneciese en exclusiva a otra cinematografía y bastase una gota de localismo para aguarlo. 
Con un poco de paciencia, "Harikomi" no tarda en revelarse como una precisa y sostenida construcción de difícil equilibrio, siempre a punto de que las repeticiones y la espera hagan decaer el interés, ingeniosamente salpicada de inesperados, breves y rápidos flashbacks, de giros meteorológicos y de mezcla de momentos del día. O de recursos tan simples como contrapesar la vigilancia que deben hacer estos policías desplazados al sur en busca de un tipo que tal vez vuelva en busca de una mujer que cambió de vida, con otras rutinas ordinarias pero aún más comunes: el sueño, la curiosidad de vecinos e inquilinos, la comida, la familia y relaciones que quedan en suspenso con cada misión.
 
 
 
Muchas cosas acerca de esa condena a repetir todo una y otra vez sabe Sadako, una discreta e insondable Takamine Hideko, a la que un plano privilegiado, el mejor quizá que nunca rodó Nomura, acompañará en su derrumbamiento, que no es solo el del momento, también el de todos los momentos en que albergó una esperanza para retomar lo que una vez quiso ser.
Tanto se adentra el film en las pequeñeces de una existencia cualquiera, que parece no va a poder alcanzar el estado en que todas las historias de amor y de vidas que no lo conocieron, alguna vez quisieron conquistar, ese instante en que todas las posibilidades de nuevo parecen aún intactas y rejuvenecidos e indemnes sus protagonistas.
Pero lo consigue en una larga y honda y modélica escena, una escena que vuelve al principio y cuenta de nuevo lo visto argumentando lo que se ha callado o solo entrevisto, una escena reconfortante como recurso, una escena que cualquier película tendría que querer dar siempre a sus espectadores.
Bruscamente cambió antes el film de ritmo y las certezas se volvieron incertidumbres: es preciso descolocar todo para poder reflexionar sobre el verdadero lugar de cada cosa.
"Harikomi", hasta esa conversación, había dejado crecer una posibilidad tal vez menos grata pero fascinante, la del error, una ambigüedad a la que todo film de suspense se debe pero pocos alimentan hasta el extremo aquí hallado.
Cuando alguna vez se piensa en finales o caminos de resolución alternativos, rara vez se hace en poder contemplar varios igual de satisfactorios porque el film así lo ha sugerido, dos veces, con palabras e imágenes.
Si algo profundamente hitchcockiano - y antes langiano y después godardiano - hay en ella es que tanto el bien social como la malvada perversión que precisa de la invasión de la privacidad, se materializan gracias a los actos que igualan a los que estamos a ambos lados de la pantalla, los de mirar y escuchar.

HACE MUCHO MENOS DE UN MILLÓN DE AÑOS

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La aventura de filmar una película y una película de aventuras.
Culmina su carrera el cineasta sueco Arne Sucksdorff, tres décadas después de sus primeros cortometrajes, con "På jordens baksida / Mundo à parte", una serie de cuatro capítulos para la TV de su país, que comprimen un lustro en la remota e inmensa selva del que le acogió en adopción, Brasil, allá por finales de los años 60 y principios de los 70.
Solo rodó otro film más o una parte del mismo, para ser más preciso, hasta su muerte en 2001. Había sido popular en toda Escandinavia y más allá con varias de sus obras pero lo cierto es que ya retirado fue cuando su influencia aumentó, gracias a su constante activismo a favor del medio ambiente. Es lógico que desde el cine no alcanzase tanta repercusión porque había cundido siempre la sensación contemplando sus películas que su trabajo era intemporal, no una respuesta a la actualidad y que así quería ser entendido.
Esta vez y literalmente desde su título, lo intentó Sucksdorff con todas sus fuerzas: estar lo más deslocalizado posible de los tiempos que le tocaban vivir en cada momento. Ahí fuera se estrenaban películas que parecían venir de un planeta distinto: "Husbands", "Two-lane blacktop", "Tokyo senso sengo hiwa", "O passado e o presente", "Dolgie provodi", "Scener ur ett äktenskap", "The new centurions", "Ice", "Céline et Julie vont en bateau", "Tout va bien", "Alice in den städten"...
Pero no lo consiguió.
En efecto, allá enmedio del Mato Grosso, rodeado de extraños, afanosos, enloquecedores por momentos, animales, aparece una idea no ya de esa ecología panteísta a la que tanto se le asocia, sino de la sociedad de esos años, de su política, de la vida.
El hombre de la cámara, fascinado con la riqueza biológica que le rodea hasta el punto de que se presenta el 50% del film como fotógrafo que prepara una película, tal vez para ser aún menos intervencionista si cabe, no está interesado en captar lo esperable, el ciclo natural, cruel y bello, para sus compatriotas cómodamente repanchigados en los sofás del primer mundo.
Despliega en cambio, mientras él mismo es protagonista del film, la antigua y trabajosa virtud de la armonía, que tanto cuesta, cada vez más, poner a funcionar y ahí le encontramos feliz entre las incomodidades y la austeridad, sin filmar ni un conflicto primario para dejar satisfechos a sus evolucionadísimos espectadores, tratando de mirar a su alrededor como uno más de los supervivientes diarios que ni saben que han obtenido u triunfo cada vez que vuelven a ver el sol salir por la mañana. Bonita utopía.
Enmienda en buena medida esta primera parte del film un error que Sucksdorff cometió, tal vez confundido o entusiasmado por un experimento que no calibró como mezquino en el 65, cuando filmó "Mitt hem är Copacabana". Es más complejo que esto que diré y hasta existe un libro que apunta en otra dirección que me interesa menos, pero no eran personajes que interpretar lo que necesitaban aquellos chicos de las favelas.
Todo el ímpetu preciosista y la dedicación de Sucksdorff a lo que más deseó preservar, la naturaleza - es asombrosa la belleza plástica de muchas de sus obras, sin opulencias -, culmina en ese compendio de vivencias en primera persona impresionadas sin embargo con la ganga multicolor de unos parajes que debieron abrumarle.
Pero aún no hemos visto la segunda parte del film.
Desde que aparecen ganaderos y el cineasta se hace a un lado para no volver a aparecer delante dela cámara, es decir, desde que esa concordia en que había probado vivir ya no es posible, emerge un elemento nuevo, el dinero y todo cambia.
Por varios minutos el film parece abocado a terminar con resignación donde ya estaba en realidad cuando Sucksdorff  llegó y donde se quedaría al marcharse: los rebaños de animales domésticos contemplados en oblicuo por loros desde los árboles o por hieráticos yacarés desde el agua, el hombre, cual metáfora rosselliniana, campando a sus anchas y quebrando, sin reparar en ello, los equilibrios de un escenario que no le pertenecía.
Encuentra entonces a un enjuto maestro en que apoyarse y retoma fuerzas para volver a mirar como un habitante de las profundidades de la selva. Son los mejores momentos del film y tal vez de su obra, porque es el cine, el montaje de planos, los encuadres, los cortes, los que proporcionan el punto de vista. 

HOMBRE AL AGUA

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Admirada en su día por Langlois y Rouch, justo antes de que acaeciera el "caso" que afectó al primero y cesara por unos meses su actividad en la Cinématèque, "Beleet parus odinokiy" es uno de los grandes ejemplos de película complementaria a otra.
En efecto, aunque ni depende ni perfecciona a "Bronenósets Potiomkin", es tan diversa su mirada a los mismos acontecimientos, que se acaba echando de menos la una si falta la otra a poco se conozcan.
El nombre del director de la primera de ellas, Vladimir Legoshin poco o nada dirá a los que elevaron a los altares el film de Sergei M. Eisenstein; un triste hecho, supongo que cada vez menos deplorable, porque pronto no quedará ninguno de estos últimos tampoco. Así son los caminos del olvido.
Lo cierto es que, haciendo a un lado la cada vez más vetusta importancia adherida al que una vez fue un film insigne sobre la revolución abortada de 1905 que empezara en el más célebre acorazado de la historia, va a seguir valiendo la pena buscar esta película veloz y optimista, infantil desde dos puntos de vista - uno acomodado, otro indigente - y aventurera entre Mark Twain, John Meade Falkner y Sigfrid Siwertz.
Quizá haya que ir más lejos.
Es posible que convenga aproximarse a "Beleet parus odinokiy" olvidando por completo a Eisenstein y a esos u otros referentes de la literatura infantil que puedan venir a la memoria y recurrir a la "ayuda" de un cineasta afín a Legoshin, Marc Donskoi, con quien trabajó codo con codo tres años antes de filmar esta película.
Las viñetas humanistas, a veces alternativa y otras simultáneamente hilarantes y terribles, las escenas encadenadas sin solución de continuidad con aspecto improvisado y contagiosa emoción no parece que converjan hacia ninguna dirección mejor que la del cine del maestro nacido precisamente en Odessa y que por estas fechas ya debía estar filmando la primera parte de trilogía sobre Gorki de la que "Beleet parus odinokiy" es un antecedente y una variación, al unísono.
Variación porque falta el elemento retrospectivo y estos niños de los confines meridionales de la Rusia zarista, más o menos menesterosos, al no mediar elipsis categóricas que los excluyan o los transporten más allá de los acontecimientos, viven en presente, hacia delante, la efeméride sin saber ni que pueda ser tal cosa.
No son fácil materia prima los niños porque deben fingir que dicen la verdad y a ellos permanece ligados Legoshin de principio a fin, cercenando muy a propósito la aspiración de "dar otra versión" de cuanto había sido descrito por el film de 1925. Un hermoso ejemplo de oportunidad para hablar en voz alta sucumbiendo ante la fidelidad debida a un punto de vista.
Como efecto adicional, cualquier adulto es contemplado con una limpieza y una incomprensión que no embellece ni reblandece el drama, más bien lo potencia al quedar los motivos de uno y otro bando en un segundo plano y en el encuadre solo inquinas, obsesiones, gestos de vano poder o de breve triunfo que quien quiera debe sumar para que signifiquen algo.   
 
Y es que más allá de que pertenezcan a dos lenguajes cinematográficos distintos y de que Eisenstein se distinguiera en el mudo como uno de los grandes teóricos, sospecho que es en la nula relación con el mundo del teatro y el de la música que consta en los escasos datos sobre la vida de Legoshin - que murió con solo 50 años y parece que dirigió apenas tres largometrajes más - donde puede estar el secreto de tan diferente ritmo e intenciones a las de su eminente predecesor, lo cual no significa que el autor más moderno, por no tener en cuenta a Fibonacci, se preste a fabular sin medida, sino todo lo contrario.
El realismo que surge de la ausencia de patetismo, de la eliminación de cualquier signo colectivo o de la difuminación de las fuentes de la autoridad, brilla en "Beleet parus odinokiy" y cuando alcanza al espectador ya se ha reflejado primero en las pupilas de estos chicos que nada sabían de nostalgia revolucionaria ni de seguidismo político, pero sí todo lo que hay que saber sobre simpatizar con los débiles.
 
 

EL BESO DEL CENTINELA

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Sentir "Le Crabe-Tambour" es sencillo.
No hace falta ver más que la primera de sus escenas para aprehender una parte fundamental de su esencia.
Los títulos de crédito ya dan una buena pista, con los planos fijos de los esqueletos de los barcos devorados a dentelladas por el mar, pero es cuando escuchamos la cansada voz en off de Pierre (Claude Rich), el médico de a bordo, cuando empezamos a comprender. Con expresión inane mientras dan las noticias en la televisión, se recuerda a sí mismo, como tantas veces, el gris destino de su vida. En esa pequeña pantalla aparece un adalid indochino y el carnaval de Río, muy lejos ambos del nórdico ambiente que le rodea, pero más extraños si cabe son tanto un propósito (la gloria) como una recompensa menor (conocer el mundo) para él que piensa en cúanto se ha dejado ir tras haber elegido la profesión que podía conducir hacia esos caminos; tanto que ya no se reconoce.
El director Pierre Schoendoerffer utilizará a este personajepara mirar a los dos que equidistan de su angustia: mirando hacia atrás, al insensato mito caído que en realidad y como le pasa a la mayoría de leyendas muy pocos se atreven a encarnar porque es muy penoso, muy inseguro, muy excéntrico serlo (Jacques Perrin) y mirando hacia delante, a aquel que personificó la traición hace muchos años al héroe y ahora se está despeñando por el precipicio al que se asoma el galeno (Jean Rochefort).
A veces es mejor no saber y cuanto más insiste Pierre en remover el pasado, más anticipará su propio ocaso. 
Muy coherentemente con ello, resulta arduo, incluso después de varios visionados, recomponer siquiera grosso modo"Le Crabe-Tambour", recordar con precisión tantos quietos momentos expresados con lacerante intensidad.
Supongo que es inevitable que venga a la mente el cine de Jean-Luc Godard porque tal circunstancia no impide, como si se hubiese difuminado la senda pero no perdido la brújula para saber adónde conduce cada palabra y cada gesto, que los muchos juegos temporales, silencios e inconcreciones del film, no lo encripten, sino que lo revelen.
Siempre se habla de películas anti-bélicas como si se contrapusiesen a otras de las que yo al menos nunca he podido encontrar ninguna, pero acercarse a este raro ejemplar fotografiado por Coutard, provoca una desazón tan funesta respecto al oficio de las armas, un descreimiento tal, que ningún pacifismo podría combatirlo mejor.
Por descontado, tan poco sentido tienen esos extremos como lo tendría enfrentar la indescriptible y emocionante secuencia con que John Ford despide a John Wayne en "The wings of eagles" y la que aquí utiliza Schoendoerffer para la pareja situación que vive Jean Rocherfort. Compartir lo que significaron para él sus amigos y lo que para todos fue el ejército, nada tiene que ver con mirar las últimas jornadas de servicio de este Capitán recto hasta el final pero oscurecido por la sombra de un espectro, un "bastardo" encantador de nativos a los que leía el Eclesiastés como si fuese un predicador o los engatusaba mientras hacía sonar marchas con trompeta o les mostraba una simple cometa para librarse de un cautiverio, un superviviente casual, un absurdo contraejemplo del absurdo de lo metódico.
O tal vez sí tenga todo el sentido del mundo mirar a ambos films y ojalá así se borrase para siempre uno de las más injustas consideraciones sobre las distancias afectivas en el cine del primero. Primero también de los cineastas independientes a los que se ha llamado de todo.
Efectivamente, para ser un film opuesto ala mayoría de grandes films militarizados, en casi todo, sin mujeres - solo aparecen varias vietnamitas inexpresivas y muy secundariamente, pero muy hermosas, Aurore Clément y Odile Versois - sin épica, sin escaramuzas dignas de recordarse, sin familias esperando, sin humor y sin comedia, "Le Crabe-Tambour" es capaz de comunicar la congoja tanto por un proyecto de ídolo corporativamente masacrado (no por casualidad, un veinteañero aventurero alsaciano, como el cineasta una vez fue), como por el final de la carrera de un "funcionario", al que espera, acompaña y no juzga, que bastante tiene con su enfermedad.
Incluso la más abstracta de las aflicciones puede convocar "Le Crabe-Tambour", como en la prodigiosa escena del bar, que culmina - cuando deja de sonar "Kashmir"; buenos tiempos para los jukebox - en unas mudas imágenes del daño infinito e injustificable de cualquier conflicto.  
Y estoy convencido de que lo hace porque Schoendoerffer conocía muy bien lo que contaba ya que había sido corresponsal de guerra y como tal testigo privilegiado de la escrupulosidad de la política.

LAS BELLAS MANERAS

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El prematuro y extraño retiro de Alfred Santell, con apenas cincuenta años y tras una disputa con los dueños de la Republic Pictures de la que poca información queda, borró las pocas huellas dejadas por este gran director, que ni por un momento fue - ni quiso ser - un autor.
Encontrar confluencias, repeticiones, pulsiones o cualquiera otra señal inconfundible de su personalidad en una carrera que se inicia en el cine mudo y llega a 1946, es tarea poco lógica hasta si se encuentran pistas interesantes, que las hay, y también, por qué no, un acicate para obligarse a mirar el cine sin tantas ínfulas, de una manera tan perdida como los atributos de estos cineastas ejemplares. Somos, primero, o solo somos, espectadores.
Por supuesto esa falta de unidad de mirada le resta importancia a su obra y nadie debe ser consciente de que se pierde algo si esquiva una por una sus películas, por otra parte tan variadas y cambiantes internamente que debería ser aposta tal empeño. 
No ver o pensar que no valen nada "Internes can't take money", "The life of Vergie Winters", "Aloma of the South Seas" y su complementaria "Beyond the blue horizon", "Orchids and ermine", "Polly of the circus", "Jack London" o cualquiera de las otras que encuentro mejores de entre las bastantes destacadas suyas, es una opción mezquina.
 
"A feather in her hat" quizá pudiera haber salido adelante algo mejor que todas ellas - solo "Winterset", que no me parece entre las mejores, conserva algún prestigio - por lo que pueda tener en común con el cine de George Cukor y sobre todo con el de Frank Capra, justo entonces enfilando el rush de películas por las que sería más conocido, pero no hubo suerte.
Como tantas películas americanas de esta era y como todos esos Capra insondables, se trata de un film inclasificable (y por desgracia irrepetible), ni un drama, ni una alta comedia, ni un film romántico, ni un melodrama, ni un vodevil, todo eso en algún momento y en muchos, varias cosas al mismo tiempo. Un film, como tantos, sobre una pérdida fundamental y los hallazgos ocasionales de piezas necesarias para poder continuar el camino, guardando aún las debidas fidelidades - a los padres, a los amigos, a la comunidad que te ve crecer - que el tiempo y la guerra de la siguiente década se llevarán por delante.
La facilidad con la que iban a elevarse la delincuencia y los atajos morales que brillaron en el cine negro en pocos años, parecen tan lejanos, que un pequeño sueño, provinciano si se quiere, "desde lo más pequeño a lo más grande", está lejos aún de parecer pintoresco, invalidado en cuanto se exponga.
 
Ahora puede saber a poco un film como este, con la coherencia como una de sus grandes virtudes.
Si hablar de una emoción tan compleja como la de la empatía, hecha celuloide en ese momento en que la simpar Clarissa Phelps (Pauline Lord) levanta de un banco del parque al vagabundo Capitán Courtney (tan o más espléndido que nunca Basil Rathbone) para que le ayude a educar a su hijo, una escena que apela a la confianza, a la comprensión del espectador... Si esa escena no es suficiente, quizá es que el cine no es suficiente.
Coherencia decía porque de ese ímpetu maternal está hecho "A feather in her hat", armado como los famosos films del maestro italoamericano, hacia dentro, para expandirse solo si resulta necesario, hacia fuera. Bonita y desusada idea la de hacerse fuerte primero en privado.
No estaría mal, por cierto, hacer un recorrido por todo el cine americano con las madres como referencia. Más allá de las fordianas y las (a veces no tan pérfidas) hitchcockianas, el mismo Santell tiene varias para la colección.
Y así como la obra final de Santell, "That Brennan girl", devolverá una imagen hecha añicos de su San Francisco natal, tanto que cuesta creer que gozosos hitos que llegarían a la vuelta de pocos años como "On the town", "The next voice you hear...", "The mating season" o "Good Sam" tengan la menor relación con la verdad cotidiana del país, el imaginado Londres de entreguerras de "A feather in her hat" no puede ser más popular, lo cual una vez significó que pudo haber gente extraordinaria empeñada en que no se les notase.

PEQUEÑO BLUES EN LA CIUDAD

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Desde la publicidad para las marquesinas, pasando por los anuncios en revistas y hasta llegar a las entrevistas promocionales de televisión, todo cuanto rodeó en su momento al estreno de "Innocent blood" fue un intento por revivir o al menos aprovechar la estela dejada por "An American werewolf in London", la película más amada de John Landis en la década anterior.
Comprensible estrategia solo si estaba dirigida a un nuevo público, porque dudo que nadie que la hubiese visto había podido olvidar aquella maravillosa fantasía; quizá sí los celebrados maquillajes y efectos, superados ampliamente en los diez años transcurridos, pero no desde luego aquel desgarrador final con la enfermera a la que daba vida Jenny Agutter postrada sobre el cadáver del chico.
Como poco sentido tiene despreciar la importancia del marketing cinematográfico por muy poco que interesen sus tácticas, habría que decir que muy ambiciosa de todas formas no era la idea ese año de 1992 en que "Innocent blood" coincidía en las carteleras con otro thriller perturbador y surreal como "Twin Peaks: Fire walk with me" de David Lynch, al que incluso superaba y cuando estaba aún muy fresco el recuerdo de "Goodfellas" de Martin Scorsese en las pantallas, a la que, además de poner del revés, sacaba varios colores y sobre todo uno fundamental, el de la comicidad.
Supongo que con un background tan poco serio como haber debutado con films cafre-musicales protagonizados por un fanático del soul y del rnb que era la personificación del punk como John Belushi y luego haber reincidido con otras estrellas del mítico programa Saturday Night Live - ¿con los que también rodaron Jim Jarmusch, Paul Thomas Anderson, Steven Spielberg, Francis Ford Coppola, Robert Altman, Terence Davies o los hermanos Coen? - continuar con videoclips para un entertainer tan legendario ahora como poco respetado entonces llamado Michael Jackson - ¿no cayeron también en tan vulgar medio, sin ir más lejos, el propio Scorsese con el Rey del Pop o Lynch con NIN? -, y especialmente teniendo tan reciente en su haber de 1991 un film llamado "Oscar" ... candidato a varios Razzies que ni siquiera ganó, Landis no podía ni debía aspirar a tanto.
Pero como una película es lo que resulta ser y no lo que se esperaba de ella o de su director y a veces el inescrutable destino reserva laureles a quienes los merecen, contra todo pronóstico (¿para qué sirven los pronósticos?) "Innocent blood" fue y sigue siendo una de las obras más brillantes de su tiempo y una de las más divertidas.
 
 
La apertura en el apartamento, una de las más perfectas introducciones a una película - solo tres acordes: la angustia y la soledad en off que serán claves hasta poder encontrar una oportunidad de aparecer, el carácter inverosímil del film normalizado y el humor -, con la bellísima vampira Anne Parillaud pensando en aprovechar la ola de crímenes de la mafia neoyorkina para encubrir sus incursiones nocturnas, quizá sea lo mejor filmado nunca por Landis.
Y qué sensacionales escenas con grúas - que, ay, pierden parte de su poder en pantallas pequeñas - y cuántas cosas admirables más que podríamos recordar con la condición de que no comparezca la aborrecible indulgencia reservada a films cómicos y films de terror (más extendida aún, a la mezcla de ambos), nadie vuelva a sentirse un niño - ¿quién se hace más preguntas que un niño y quién quiere ser un niño con Parillaud en imagen? - y todas esas patrañas que la rebajarían al instante.
A Landis hay que pedirle la misma fe en sus imágenes que a los demás, de la misma manera que él confía en las de Terence Fisher, James Whale o Alfred Hitchcock que desfilan por su película un poco como advertencia a incrédulos o en la presencia de Forrest J. Ackerman como extra.
Las caricaturas y las bromas debieran ser tan sólidas como las escenas dramáticas y no es mala señal precisamente que resulte llamativo que en la persecución por el puente se note mucho la típica disposición de los coches figurantes para que maniobren los de los protagonistas, una nimia decepción espacial casi impropia para el film.
Lo que no debiera extrañar a nadie es que, tal y como sucedía en "An American...", ese respeto ganado por "Innocent blood" escena a escena, su entusiasmo en escenificar lo imposible y su cuidado para salvaguardar lo auténtico, florezcan en una breve, intensa y por fortuna esta vez no trágica, historia de amor.

NEGRO SOBRE NEGRO

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No corren vientos favorables, pero Shangrila Edicionespublica un nuevo libro, titulado "Para rondar castillos", coordinado por José Luis Márquez Núñez.
Contribuyo al mismo con un texto sobre dos films de Pere Portabella, "Cuadecuc vampir" y "Umbracle", ambos filmados en 1970. 
Se puede adquirir online como siempre en su web y hay entrada en el blog de la revista durante el lanzamiento. 

UNOS DÍAS ANTES DE NAVIDAD

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Los hechos principales en que se basa "Kisapmata" acaecieron realmente, veinte años antes del estreno del film y según relató el muy reconocido articulista - con seudónimo cervantino - Quijano de Manila.
La fruición con que se dice eran leídas sus columnas dibuja un imaginario panorama de caras estupefactas frente a lo que era entonces, a comienzos de los años sesenta del siglo pasado y aún continuaba siendo en 1981 cuando se rodó el film, un caso excepcional, si bien buena parte de las circunstancias y el punto de vista fueron mudados para la filmación.
Tanto impacto tuvo el estreno que no resulta descabellada la consideración como film de terror que precede a esta obra, conectada críticamente hasta con "The shining" de Stanley Kubrick, lo cual entiendo que refleja el considerable desasosiego emocional causado a los espectadores, porque un par de escenas pesadillescas a ralentí y blanco y negro, que la verdad me hacen pensar mucho antes en Luis Buñuel, no deberían ser las culpables de esa rebuscada abstracción.
En todo caso, la admirable capacidad del director Mike de Leon para evitar el sensacionalismo y narrar con implacable lógica esta historia, debería hacer a un lado la búsqueda de ascendientes y conceder a esta película monstruosa la atención que merece.
En pocas ocasiones se presentan hechos tan tremendos como los de "Kisapmata" y el horror que está en plano, el que queda en off y el que enlaza con certeza al pasado, son expuestos al mismo tiempo y con tal intensidad.
La corrupción de la policía filipina en tiempos de Marcos nunca se personificó tan bien como en este Sargento jubilado con cincuenta y pocos años (un excelente Vic Silayan), de impronta vidriosa pero maneras tranquilas por el puro ejercicio libre de la impunidad más absoluta, cuando estaba en las calles y cuando volvía a casa con su mujer y su hija, que es la que aún practica al haber sido privado del placer de la que ejercía profesionalmente. Sentado en su butaca, de Leon pone pocas palabras en su boca, taimadas incluso y ninguna historia de los viejos tiempos, pero se le sabe capaz aún de la mayor violencia apenas reprimida por algo de confusión por mor de la culpa. La opción inteligente de dejar en off toda la ristra de abusos de autoridad que le deben contemplar recarga la necesidad que tiene de adaptarse a un espacio tan absurdo como su propia casa, donde no hay motivos para "corregir" conductas y ahí le nacieron los vicios, los innombrables abusos. 
Compensando con su presencia cada estancia que él ocupa, muchas veces situada simétricamente en esquinas opuestas, en la penumbra frente a la lámpara que a él lo ilumina, está el personaje clave del film, su mujer (Charito Solís), siempre al margen, secundaria en esta historia porque parece haberlo elegido así el personaje y no debido a lo dispuesto por la película. Cuántos años deben contemplarla sentada frente a su máquina de coser, qué farsa la suya de tener que disimular la sumisión, con solo un intento de fuga del que acordarse y una montaña de reproches apilados sobre sí misma por conciencia.
No son tanto los celos, parece, como los de "Él", ya que mencionaba a Buñuel y vienen a la memoria varias retorcidas estratagemas de su enajenado célibe (eterno en realidad, porque ni poseyendo dejará de serlo y hasta en mayor medida querrá tenerpara él solo) en varios momentos, pero sí el mismo mecanismo de dominio y administración de los compromisos del engaño el que opera - sin humor, claro y más lejos aún estaría la ironía suprema de "Tristana" o "Cet obscur objet du désir" -, tanto entre ellos como sobre todo entre él y el tercer personaje en liza, la hija, a la que ya no se le ha ocurrido otra cosa para tratar de tener una oportunidad para escapar que embarazarse de un compañero del Banco en que trabaja.
Tenía que intentarlo la chica (Charo Santos-Concio), taciturna y penitente, prolongación de todo lo malo que ha crecido en su familia y ha dado ese paso inesperado a sabiendas del riesgo, porque ni los titulares de los altarcitos a los que enciende velas en su habitación, ni ninguno de los novios con que emprendía relaciones hasta que papá cortaba por lo sano, iban a ser suficientes.
Por esa extraña transmisión de personalidades entre películas que lleva cada actor o actriz consigo, aún más creíble y secreto es el mutismo de ella si antes se la ha visto interpretando a la poseída de "Itim" de 1977, película que por cierto conviene ver y no precisamente porque lleve adherida otra etiqueta superficial - y supremacista, si no fuera porque fue difundida por los propios filipinos - que no es otra que la de ser la "respuesta" patria a "Blow up" de Antonioni, con el que tiene tan poco que ver Mike de Leon como con Kubrick.
El chico (Jay Ilagan), es la tercera víctima encadenada, penalizado por no ser lo bastante inquisitivo y tomar por una crisis matrimonial lo que era un sordo grito de desesperación de su mujer imantado hacia el abismo. Un agujero negro que él no verá ante sus propios ojos hasta el último segundo.
Todos en algún momento, el padre incluido, al tomar la iniciativa, desplazan el equilibrio de la mirada y multiplican el efecto no de sus avances, sino de sus concesiones, sus huidas hacia delante, sus impotencias, impidiendo que crezcamos junto a ninguno o les justifiquemos. A esto es a lo que llamó Rossellini objetividad.
Ante esta construcción de caracteres tan fuerte, no tiene que suceder nada para que se torne densa cualquier escena doméstica y de una atroz intimidación las que operan con varios de ellos compartiendo encuadre, con mayor efecto cuanto más alejados de su entorno.
Una consulta médica, la misma boda en que se desposan los chicos, las cenas en casa del preocupado consuegro, cualquier escenario es propicio para que de Leon y enlazando al maestro de Calanda con su apreciado Hitchcock, mire y consiga que miremos con simultáneo estremecimiento.
El último confín de la película, la casa, un miserable bastión que defender para quien durante años hizo y deshizo a su antojo en todas partes donde estuvo, se convierte con el paso de los minutos también en un personaje dentro del cual habita otro, una criada que de Leon asimila con mucha astucia a la mujer del ogro, mediante dos "herramientas de comunicación" indescifrables, salvo entre ellos: el uso, siempre despectivo o a gritos, de un dialecto indígena y los malos tratos físicos.
La presencia del edificio, sin el menor truco lumínico o de sonido, progresa fascinantemente para que advirtamos que dentro de la prisión, en la habitación donde empezó todo, estaba también el patíbulo. 
 
Así de bonita lucirá "Kisapmata" cuando circule su restauración

SIN TI

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De un cineasta ignorado en el paupérrimo panorama del cine italiano reciente, Vincenzo Marra, llegó - es un decir, su recorrido terminó con los festivales de la temporada - en 2015, tras catorce años de carrera subterránea, la dura y veraz "La prima luce", historia de un matrimonio a la que no alcanzó a tocar ni uno de los laureles otorgados a Noah Baumbach hace poco por un film que encuentro tan inferior que sería absurdo siquiera volver a mencionarlo.
No resulta un gran consuelo que en el erial en que se convirtió esa cinematografía a partir de los años 80 del pasado siglo, broten cada vez más de tarde en tarde especímenes de rara fuerza, logros individuales que si no comprometen el futuro, sí que tambalean el presente de quien se arriesgue a no buscar corrientes ni ambientes propicios para lucirse, quien cuente con la coherencia como única vestimenta. Qué desoladora estampa para el que fue uno de los más pujantes y críticos cines de Europa.
Curtido en la filmación de documentales, consigue Vincenzo Marra que cada idea que desarrolla resulte creíble, sin especial insistencia en ninguna, película tras película, lo que juega en contra de su prestigio, que parece que no se mida por otra cosa que por las parcelas que se ocupan.  Tiene la temeraria costumbre además de hacer que ningún actor profesional abuse de astucias, diría que dándoles las mismas orientaciones con las que logra que ninguno amateur tenga un ataque de importancia.
En "La prima luce", que parecía abonada para grandes introspecciones, Riccardo Scamarcio y Daniela Ramírez en varios breves momentos - que se advierten mejor en revisión: doble placer si se cazan a la primera - y en los momentos decisivos, no parece que se refieran a guión o personaje alguno y sí a lo que de verdad sucede en una pareja con problemas. Pocas diferencias veo, sean "de escuela" o no, entre el resultado que obtiene de ellos y el que pudo registrar de los pescadores sicilianos y argelinos de "Tornando a casa", los presidiarios de "Il gemello", el arribista - y Fanny Ardant, que hace su mejor interpretación en treinta años - de "L'ora di punta", el ubicuo "L'aministratore" o el padre a la fuerza de "Vento di terra", todos fidedignos representantes de sí mismos, no caras para generalizantes y fútiles aspiraciones sociológicas.
Los años más duros (no los primeros, los últimos, los que incluso intentaron travestir como los de la recuperación general y dejaron a tanta gente atrás) de la que parecía "la crisis económica" de varias generaciones y se está quedando en penúltima o antepenúltima de una saga deprimente, están concentrados en la determinación cruda y automática de él, abogado de oficio en un momento en que a todo el mundo le va mal y en la expresión afligida de ella, chilena emigrada a Italia - es decir, habiendo hecho el viaje en el sentido equivocado, porque parece que desde hacía mucho había más oportunidades allá que acá -, cansada no tanto de su vida (que no es más intolerable que la de tanta gente, no le falta aunque no le satisfaga su trabajo y no vive mal) sino agotada por errores, el ambiente y la extrañeza, la certeza de no ver una perspectiva mejor adelante. "La prima luce" es quizá la gran película sobre ese maldito lustro.
Pero no se trata de un fresco, a la vista de todos, estamos ante una modesta acuarela casera.
No hay gente ahí fuera, ni familia ni amigos. Bari no es Bari y Santiago no es Santiago. Hay un niño que anuda a dos personas que se quieren y se ignoran cada día porque la rutina devora al más pintado y si no lo hubiera, habría discordias y habría palabras cálidas que quedarían sin decirse, muertas.
Termina la película y uno está seguro de no haber visto calles ni plazas, tal vez, no es seguro, algún bar, un par de habitaciones y una playa, absorbidos todos los escenarios por una planificación no solo "a la altura de los hombres" como se dijo hace mucho, sino dispuesta para que solo cuente lo que emana de ellas y ellos. Ni un plano de recurso, porque provocaría vértigo un encuadre en que no aparezca uno de los dos, algo estaría mal.  
La mayor audacia de Marra no es tanto la de saber manejar esa dependencia que sus personajes tienen de sus, imposible dudarlo, muy precisas notas, como si se limitara a seguirlos; estriba en cambio, por ejemplo - y qué mejor ejemplo - en hacer que un actor pierda las referencias y parezca un tipo confundido y dude hasta de sí mismo en una escena de juicio tan penetrante como patética, que aflora un asunto terrible y diario, el de la violencia. No la que estalla, sino la que late hasta entre quienes convendrían que no la conocen de nada.
Que se aventure además a no dar lecciones de mundanidad en un final no apto para proclamados realistas, entre cuyas virtudes no deben estar ni la cordura ni la misericordia, ya me parece colosal.
Tenemos lo que tenemos, somos lo que hemos ido recopilando, no nos olvidamos de todo porque sí. Cambia apenas el hecho de que admitirlo puede ser un gesto natural o a veces una auténtica heroicidad.
Muy bien por cierto habría que mirar este y cualquier final de película de Vincenzo Marra, no solo porque suelan contradecir las expectativas que fueron creciendo con el paso de los minutos, sino también porque suelen restituir justo esa verosimilitud que había sido aparentemente decepcionada.
No faltaron los miopes que lo tacharon de falso, quizá porque les devolvió su propia imagen al espejo. 

Y QUE VEAS LAS LUCES A TU ALREDEDOR

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"Tonnerre" (2013) y la un poco anterior "Un monde sans femmes" (2011), las primeras películas que vi de Guillaume Brac, no me entusiasmaron. Una dosis de prevención del todo inconveniente y reñida con la curiosidad, por muy justificada que esté teniendo en cuenta la deriva del cine francés actual y la coincidencia de que en ambas estuviese Vincent Macaigne, un actor que me desagrada, con esa brusquedad de gestos, me llevaron a reducirlas, un poco injustamente. La primera me pareció una, otra más, de las películas con rockero improbable en gastada historia de vuelta a casa y romance con jovencita; la segunda, un remedo de los Jacques Rozier de los 70. Vueltas a ver, la verdad es que siguen sin parecerme importantes, pero sí honestas y "Un monde..." me ha crecido mucho hasta convertirse en la segunda que más admiro de las suyas.
La pista Rozier era sin embargo buena.
Buena y poco aprovechada porque ni los que amamos sus películas nos libramos a veces de tratarlo como no merece, de hacerlo un poco de menos frente a sus colegas de generación. Imagino que tiene que ver esto con el hecho de cómo recordamos las películas. Las de Rozier se disfrutan y adquieren su auténtica dimensión al volver a ellas porque es el discurrir de las imágenes, su tono y contagiosa expansividad lo que renace y se consolida cada vez, pero en el recuerdo se escapan entre los dedos, no por ser demasiado frágiles sino porque nosotros, yo el primero, lo somos. Estamos demasiado atareados siempre como para instalarnos en ese estado de fortaleza e inclinación a la plenitud de una manera instantánea y recuperar a Jacques Rozier. Ni por ser poco intrincado ni por caminar al paso de las emociones de los personajes es tan inmediato su cine como lo pueda ser pinchar una canción, que surte efecto en segundos.
Un corto primerizo, "Le naufragé" (2009), prólogo de "Un monde sans femmes", me aportó poco, pero el doble mediometraje al alimón con estudiantes "Contes de juillet" (2017) ya me puso en guardia. Ahondaba en una idea de cine del placer y del presente, con buen humor pese a desdichas o peligros, admitiendo que lo que sucede es, casi siempre, producto del azar y que mantener los ojos bien abiertos basta para entender a la gente... si es que hay algo que entender. Las pulsiones de sus jóvenes protagonistas, antes que por sublimar lo que queda de la infancia y nos rige toda la vida, las registra Brac porque en realidad no hay otra cosa que representar. Es interesante la idea, mejor desarrollada en la segunda parte del film, de un cine anti-escénico, que al menor fingimiento o ante cualquier elemento no instintivo, se desmanda, se sale de cuadro, sin importar que haya una conclusión, que es lo de menos.
Cualquier hecho es trivial o el causante de una catástrofe, es íntimo o notoriamente público y sería un error pensar que sucede esto porque se trata de jóvenes con nada en la cabeza salvo sexo y diversión; esa acotación a la inmadurez no tiene más límites que el punto de vista de quien mira.
Poco, no lo esencial, sin embargo, de esa película y las anteriores, si acaso el escenario de la primera parte de "Contes de juillet", anunciaba "L'île au trésor" (2018), donde el avance ha sido de gigante y el flechazo, definitivo.
Tal vez en pocos años o en pocos meses - si es que no lo ha hecho ya, porque en Berlín estrenó una nueva película, "À l'abordage" (2020) de tan poco incitante aspecto como "Lîle au trésor" -, Brac se despeñe para no volver a levantarse, ejemplos hay para aburrirse, pero lo cierto es que ahí queda esta maravillosa obra que convoca la juventud y la diversión - o sea la felicidad con minúsculas, en lenguaje adulto - y lo hace en un lugar tan poco referencial como el de un área recreativa veraniega a las afueras de París, poco millennial supongo y si algo lo es, será por circunstancias, porque queda a mano en cercanías o autobús de la gran ciudad, por no ser muy cara y por reunir a los que no pueden veranear como Dios manda(ba), en la costa o el extranjero.
Sé que tiene mala defensa "Lîle au trésor".
No deja de parecer un documental sobre un, grosso modo, parque de atracciones, que hasta se podría entender como promocional, si es que tal cosa - atraer más público y sacar brillo a su imagen - fuese algo necesario para un paraje tan popular, siempre lleno de gente y donde la mayor preocupación de los encargados del recinto es vigilar y evitar a los que se quieren colar por todas partes. 
Precisamente con un grupo de estos chicos se abre el film y aparece pronto una clave en el sentido más musical posible, útil para comprender las intenciones de Guillaume Brac, que poco tienen que ver con la perezosa constatación de lo que ha cambiado lo que una vez fue el sitio de su recreo - y donde su admirado, pero no emulado, Eric Rohmer filmó "L'ami de mon amie" en el 87 - o un "informe sociológico" sobre las periferias occidentales.
La cosa es que los chicos no quieren pagar, quién querría y se adentran por un riachuelo y un sendero y consiguen burlar a los de seguridad. Justo cuando están a punto de conseguir su objetivo, el último de la fila mira atrás y dice algo así como "no nos sigue nadie, rápido".
Será un detalle pueril pero que la cámara, el director, no les coarte ni sea un incordiante mirón, que sea "uno de ellos", será la forma de aproximación de Brac a todo tipo de gentes, de edades y razas dispares, animados a comportarse con naturalidad, a contar historias desgarradoras o de cómica y dudosa veracidad, cantar, reirse, no cejar en su empeño de ligar o volver a saltar la valla, a practicar en definitiva el espíritu stevensoniano introducido en la cita de la apertura del film.
Muy grande es ese objetivo y muy discreto y melódico el paso de los fotogramas, como así lo es su final, con una simple escena de dos niños ayudándose a superar un montículo, una más de las "insignificancias" del film, que recuerda a las que tanto prodigaba el maestro Shimizu Hiroshi y que encuentro épica y emocionante.
 
 
 
 

APÉNDICE I

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Bueno, inauguro sección, aún sin nombre definitivo, donde iré recopilando algunas referencias breves a films, discos o libros recientes de los que algo quiera comentar.
No tendrá una periodicidad establecida ni nada similar, saldrá en cualquier momento, quizá para cubrir lagunas o espacios en los que no haya textos nuevos. Tampoco extensión dada, pero espero sea heterogénea.
Vamos allá.

"Buoyancy" (2019) de Rodd Rathjen
Debut largo de este cineasta australiano, pero hablado en thai, y una de las mejores y más desasosegantes películas recientes. Deudora de las novelas de JosephConrad, mojada en las mismas aguas por las que surcaron tantos personajes suyos, sobria, durísima. La constatación de una realidad - la esclavitud en el sudeste asiático - es la menos "importante" de las cosas que esta película debiera dar a ver. No es ese su cometido, pero como ni una concesión hizo al respecto, mala difusión le espera. Brilla la narración dibujada como solían hacerlo tantos cineastas del pasado, que no se dedicaban a la exposición proselitista de la aventura, que si resultaba serlo, era marginal y contradictoriamente. La épica que surge de mil golpes en el bajo vientre.   

"Good souls, better angels" (2020) de Lucinda Williams
Album número catorce ya en estudio de Lucinda Williams y en mi opinión, lo mejor suyo desde el ya lejano "Essence" de 2001 o como poco desde "World without tears" (2003). No sé cuántos hubiesen pensado en una carrera suya tan larga a finales de los 90, cuando parecía haber llegado por fin en vez de estar saliendo de ninguna parte. Los cambios de humor, las depresiones o explosiones de plenitud y todos los elementos emocionales que marcaba su música hace años, cuando de repente accedió a un público más numeroso que cruzaba los dedos cada vez que entraba en el estudio de grabación o se subía a un escenario, ha ido poco a poco dejando paso - ha cumplido ya 67 - a un mantenido estado de lucidez combativo, sin el derrotismo de antaño. Más áspera y no por ello con más guitarras ni bases robustas, la vieja tensión de tener una buena canción entre manos aflora como pocas veces en su música.  

"Oh baby" (2018) Rian Johnson para LCD Soundsystem
Extrañamente, viniendo de este director bastante inoperante por lo conocido, un buen clip para un tema mediocre del grupo electrónico LCD Soundsystem, lejos ya de su momento de mayor popularidad allá por 2005, cuando Daft Punk eran su vago "señuelo". 
Protagonizado por David Strathairn y Sissy Spacek.
Sigo prefiriendo mirar denostados videoclips a películas de Ben Rivers.

"Bishkanyar deshot" (2019) de Manju Borah
Una de las más interesantes cineastas actuales y su nueva obra, otra vez situada en la remota región india oriental de Assam, de donde procede. Nada espectacular ni transgresor parece que recorra sus, en apariencia, impenetrables imágenes o vaya a descollar entre sus palabras, pero se me ocurren pocas carreras contemporáneas - desde que partió Cherd Songsri - que, sin arrogarse importancia alguna, permitan acceder y pongan en escena (porque el sustantivo de compartir es comunicación) a un mundo extraviado pero contemporáneo, revestido como aquí, de ¡política y espionaje!. Gozosa sensación la de sentirse uno imbuido por fotogramas intrascendentes y de repente y lo que es mejor, repetidamente, quedar atravesado por un haz de verdad o un hondo verso sin haber aún entendido del todo la compleja peripecia. En esa preparación del camino que hay entre sucesos memorables, reina la claridad, la economía narrativa, el control.  


SINIESTRA FORTUNA

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Oficialmente, el cine moderno, en los años 50, quizá antes, finiquitó al cine de parejas. Cuanto sucedía hasta que se formaban centró una vez todo el interés, en buena medida por una herencia literaria que con los años decayó. 
Algunos de aquellos cineastas, de todas partes, habían ido más allá de la muerte, al infierno si fue necesario, investigando y defendiendo la validez de esa particular idea, que era también una idea del mundo.  
No se acaba desde luego ahí el romanticismo y de hecho si hay un cineasta que es el paradigma del cambio, ese es Jean-Luc Godard y tiene varias y al menos una de las películas más profundamente preñadas por ese viejo compás ("Pierrot le fou")
En la gran época propicia para contar estas historias, es donde abundan los especialistas, mas no fue uno de estos últimos el norteamericano de ascendencia y adopción germana Arthur Robison, del que sin embargo cuenta la leyenda que, como si se tratase de una inquietante rima con el plano final de su última película, la muerte le embaucó y no pudo ver terminada "Der student von Prag", la película con la que consiguió adentrarse más desaforadamente en las varias fronteras de ese, digamos, anhelo.
Sucedió en 1935, cuando solo contaba cuarenta y siete años, unas pocas semanas después de completado el rodaje y la penumbra retórica y anticuada en que se sumergen tanto la generación a la que pertenece como el lustro largo de tránsito del cine mudo al sonoro, hicieron el resto.
En 2020 ninguna de esas sombras han sido despejadas y más bien parece que devinieron en negras manchas. A nadie le interesa Robison ni en el fondo tampoco el arte de doblegar el espacio mediante contralucesmás allá que para catalogar reputados "fósiles" como "Schatten, eine nächtliche halluzination" de 1923. Tampoco hay manera de derribar el tópico sobre la manida difícil adaptación de un lenguaje a otro, por más que sean legión las obras que lo desmienten con rotundidad.
"Der student von Prag", que también podría ser un famoso film de terror, ya nada más es un dato, una cifra, en concreto la tercera versión de un relato "a la Goethe" que había conocido mayor atención en las dos respectivas décadas anteriores. Uno de tantos desapercibidos finales de carreras alargadas fuera de su contexto.
Se pasa así de largo delante de una película fantasmagórica, ni a este ni a aquel lado de la cordura, tangente al cine de Abel Gance y a las historias en noches en vela de Alexandre Astruc hasta alcanzar incluso a Leos Carax y Philippe Garrel
Como sobre todo varios Gance contemporáneos (y hasta posteriores: pienso incluso en "Vénus aveugle"), "Der student von Prag" invade el cine sonoro, sometiéndolo sin la inseguridad que debiera haber acomplejado a tantas películas que se abrían paso desde los últimos y más libres y perfectos films mudos. Con la resistencia de Robison, del citado maestro francés, de Chaplin, Sternberg, Murnau y Stiller si hubiesen vivido, Dreyer, Griffith y Stroheim si se lo hubiesen permitido, Eisenstein, Browning, Pabst, Vertov, Sjöstrom o varios japoneses y con la complicidad de Pagnol, Cukor y varios debutantes, cabe soñar con un paralelo cine mudo muy vivo al menos hasta la guerra y una evolución natural del cinematógrafo, no dictada por razones comerciales.
No fue así y el retroceso imparable de todo lo que se muestra poco o se da a ver mal, arrasa a cineastas sensibles como Robison y a películas como esta, armada con interpretaciones salidas de la noche de los tiempos como la de este diabólico ser, Carpis, que incorpora Theodor Loos, con escenas de trucajes "primitivos" (pero que creo más imaginativas que muchas posteriores) y con pobres ingenuos como Balduin (un apuesto Anton Walbrook, aún con su nombre germánico en las marquesinas) como infausto protagonista.
Quizás y solo quizás aún impresionen las lámparas iluminadas en las calles, esa cortina del casino soplada por el averno, el duelo - que tanto recuerda a varios de Ophuls -, la aparición en el carruaje y otros ornamentos de pura artesanía en blanco y negro
Menos entusiasmantes son las mujeres, ni la fascinadora (Dorothea Wieck), primera víctima de Carpis y una puerta de paso hacia la famosa obra de Gaston Leroux"Le fantôme de l'Opéra", que encuentro una prima donna sin misterio, ni la fascinada (Edna Greyff), demasiado sumisa. Pero quizá se trate de algo intencionado, porque en la confusión de los deseos y en el acto de caer en la cuenta que se codicia algo solo para poder prescindir de ello, está la mayor tragedia del film.

ALGO QUE DEBERÍA SABER

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Con el contagiado brío de la mejor era del cine americano que acababa de conocer de primera mano, sustituye el mexicano Roberto Gavaldón al entonces mexicanizado Norman Foster, discípulo de Orson Welles, en "Sombra verde", película de 1954 aspirante a escándalo del año, achicado por la censura.
En efecto, lo más explícito del erotismo desplegado por la joven actriz Ariadna Welter y un interludio con prostitutas quinceañeras al principio, fueron cortados para salvaguardar al público de ellos mismos.
Hasta que circule la copia restaurada e íntegra, absurdos como siempre, los cortes molestan pero no mucho más que las malas elipsis - y supongo que aunque nunca lo pretendieron, deben resultar feministas porque no se ocupan de impedir que veamos profusamente el torso de Ricardo Montalbán -, con lo que no consiguen aminorar el poder de la película, la que prefiero de la muy interesante filmografía de Gavaldón.
Para no tener que volver más sobre mis pasos, prefiero listar de una vez las fáciles huellas que aquí pueden encontrarse del cine (y no es difícil que Gavaldón conociera en acción a más de uno in situ) de King Vidor, Cecil B DeMille, AnthonyMann, Raoul Walsh, Allan Dwan, John Sturges, Lewis R. Foster, Richard Thorpe, Edward Ludwig, Joseph Kane, William A. Wellman, Henry Hathaway, George Sherman, Hugo Fregonese...
Pero muy lejos de frontera alguna y por tanto renunciando al terreno en que muchos de esos ilustres colegas yanquis solían plantar la cámara, una mayoría de espectadores, incluso nacionales, carecían de referencias para lo más recóndito de la selva de Veracruz y ese hecho invita a la irrealidad.
La baza la explora a fondo el film porque la utiliza con orden, sin atajos; perdiendo de vista en su primera mitad la civilización, sale a flote en la segunda en un mundo desconocido.
Por un lado tenemos una gran precisión de ritmo y encuadres en la primera parte, donde cada acontecimiento tiene un lógico efecto. Como se trata de un viaje, es la actitud lo que convierte a la simple rutina en una potencial aventura para los personajes, porque es la sensación de fluidez y de rigor, mayor incluso si hay peligro o penalidades, la que produce un placer anticipatorio para el público. Un regocijo como pocas veces en el cine mexicano, tendente a la dispersión, al humor, al meandro.
Uno de los planos censurados
Uno de los fotogramas censurados
Cuando toque fondo el personaje de Ricardo Montalbán y renazca, es cuando Gavaldón tiene por delante verdaderas dificultades; no por tener que resolver un film de misterio, un tórrido melodrama y varios apuntes psicológicos, sino porque debe sobre la marcha ir estableciendo cómo los hace funcionar.
La niña-mujer asilvestrada de reacciones impredecibles que allí aparece, le podría haber arruinado la inercia alcanzada por la puesta en escena, que es aún mejor si cabe en los primeros minutos de esa segunda parte, cuando la ausencia de pistas para saber qué está ocurriendo trasvasan el film mentalmente al coetáneo "High green wall", aquel venerable mediometraje de Nicholas Ray que prefiguraba "The Twilight Zone".
A esas alturas ya se había perdido de vista por completo el pretexto del film - la expedición en busca de una materia prima abundante en esa zona para fabricar un medicamento, una raíz de un árbol cuyos frutos por cierto sirven para elaborar venenos... - y solo quedan atavismos: la supervivencia, el sexo, la mentira, el odio y su compañera la venganza.
El film pudo entonces permanecer externo y puritano, pero en cambio adopta el punto de vista del único personaje libre, la chica, que parecerá un puma entre tontos gatos domésticos, enloquecedora y de tan verdadera, un fastidio narrativo mayúsculo para poder cerrar en algo parecido a un final feliz convencional.
El elegido está a punto de ser sensacional, pero, otra vez por culpa de los espectadores, deviene en ¿telepático?
Roberto Gavaldón

APÉNDICE II

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Dados por muertos y sin embargo, aún viven.
Disfrutaron de su pequeña o gran época dorada hace unos años ¡o hace unas décadas! y a más de uno no les quedan ya ni detractores. La muy antigua "bula crítica" fue derogada desde que opera la desmemoria colectiva.
Como la inercia invitaría a no conocerlos u obviarlos, razón de más para seguir adelante.

"L'adieu à la nuit" de André Techiné (2019)
Temible argumento de retorno a casa y (re)descubrimiento de personalidades con afinidades peligrosas, filmado con la falta de acentos sociológicos y el estoicismo necesarios. No hay apenas planos, solo escenas, como si se acabara el tiempo y la pulcritud de las imágenes - con un contraste de luz excesivo y hasta molesto - y el aire vintage de todo lo que toca Deneuve harían desistir a los pocos minutos.
Pero el film se concentra hasta resultar inquietante, conforme ha establecido sus muy comunes bases y sobre todo, ha dejado ver su lógica dirección. Preguntas nuevas y respuestas viejas, afortunadamente abiertas ambas; la decencia poco puede hacer frente a la necedad de todas formas. 


"Da 5 bloods" de Spike Lee (2020)
Bastante sorprendente obra de Lee, quizá la mejor de su carrera y en el momento más inesperado. Un film con minutaje de efectos disuasorios - pero lleno, no hinchado - una idea descabellada llevada al paroxismo y un final "capriano" pasado de toda moda aprovechable... carnaza fácil para quien tenga unos muy justificados prejuicios conociendo su trayectoria reciente o en su totalidad. A veces todo es tan sencillo como que algo, que no debería hacerlo, funciona. Un río desbordado de imágenes donde flotan sus habituales alforjas - collage de texturas al ritmo de la omnipresente música, humor, reivindicación de su raza - junto a otras novedades, a estas alturas poco esperables por su parte: comprensión, calma, emoción. Un aluvión en tiempos de minimalismo del black power.  


"Demain et tous les autres jours" de Noémie Lvovsky (2017)
Sensible e imaginativa crónica sobre la orfandad de facto de una niña con una madre con problemas mentales - interpretada por la propia cineasta - y un padre ausente, retirado de la vida familiar ante la intolerable vida que compartía junto a ella. Con el atrevimiento perdido hace dos décadas por Lvovsky, la película es aérea, sutil y queda expuesta en todo momento a caer en el ridículo, que no parece ni conocer, ni mucho menos importarle. 
Lírica, divertida y excéntrica, no sé si debieran verla los niños, pero seguro que serían los que mejor la comprenderían.


"Who" de The Who (2019)
Si al final, como se dice, se acaban pareciendo todas las canciones de los integrantes de una generación, por muy diversos que hubiesen sido en sus comienzos, este es el álbum con el que The Who alcanzan, cuarenta años después, a Paul McCartney.
Con la partida de John Entwistle en 2002, todo parecía estar finalizando para la banda, pero he aquí, trece años después del discreto "Endless wire", a Daltrey y Townshend,cumplidos los 75, publicando sus mejores temas en cuarenta años, como "Ball and chain", "Rockin' in range" o, cuánta razón, "Got nothin to prove".
Buena ayuda de grandes músicos como Pino Palladino o Benmont Tench, un espectro en la escala de fa mayor desde la muerte de Tom Petty.


"Slowdive" de Slowdive (2017)
Primer album en veintidós años de Slowdive, evaporado el sueño del shoegaze a mediados de la década de los años 90. Debe ser el sino de las bandas que practicaron este sonido, pocos discos y con largos periodos de gestación o abandono. Ahora parece que todo quedó circunscrito al icónico "Loveless" de My Bloody Valentine, otros dirán al "Ferment" de Catherine Wheel.
Por la banda de Neil Halstead parece que no hubiese pasado no ya el tiempo, ni tan siquiera su tiempo. He visto gente llorando de emoción en sus conciertos y un visitante se preguntaría por qué. La respuesta es muy sencilla y muy complicada. Hubo un tiempo en que esta marea de guitarras estilizadas alumbró otra posibilidad, la más inesperada, para que el pop recuperara el brillo de Love, de Television o de Prince, por citar tres décadas y tres grandes nombres. ¿De veras sucedió?  

EL CIELO COMO EL MAR

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Declarado fan de John Cassavetes, una influencia de la que descienden algunas de sus películas y en especial la primera con la que logró cierta repercusión, "Passion", allá por el año 2008, el cine del japonés Hamaguchi Ryûsuke no ha dejado de adentrarse en mútiples direcciones a lo largo de los diez años siguientes hasta llegar a la más reciente "Netemo sametemo", muy probablemente no todavía una culminación ni un punto límite, pero sí quizá la más perfecta y emocionante de sus obras hasta la fecha.
No sé cuántos años deben haber pasado desde que esta cinematografía, antaño repleta de ellos, no contaba con un director de esta estatura, alguien capaz de atreverse a profundizar y aligerar - las dos bases de un camino hacia lo esencial y no está aún en su madurez porque tiene apenas cuarenta años -, tal riqueza de recursos.
Cuando una mirada es tan penetrante resulta muy difícil describirla con palabras y más si cabe porque lo que le interesan son potenciales miembros de parejas, parejas escindidas o nunca consumadas, solitarios aún si emparejados, ellos, nosotros, tú, yo.
Si aquel cine americano que en los 60 supo reflejar el cambio de "educación sentimental" de una generación pervive, no es gracias a reposiciones ni nostalgias, sino a la capacidad que tuvo para dividir en dos lo que antes era un lazo por anudar, para describir a personajes con la necesidad de no repetir la vida de los que les precedieron y al mismo tiempo no dejar de ser lo que toda mujer y todo hombre es. Tal logro se ha multiplicado y ha arraigado con fuerza, hasta si las referencias, los nombres de aquellos cineastas, no son ya moneda en curso.
Por el rostro de la bonita Asako desfilan cincuenta años de cine, sin que sea preciso que medie una palabra suya la mayor parte del tiempo, sin una cita ni un homenaje. Catatónicamente enamorada, como el James Stewart recién dado "de alta" - no hay cura para el amor - del sanatorio aquel donde ordenaba pensamientos, se activará de nuevo su anhelo, que no ella, al ver "por segunda vez" al elusivo Baku, con los mismos gestos que un personaje, una época y un cine tan diverso como el de la Hitoto Yo de "Kôhî jikô", es decir, con el corazón atravesado en la garganta, tratando de conservar al menos el privilegio de poder terminar de romperlo ella misma.
Es decir, que de Cassavetes y de los independientes americanos, no podría estar en realidad más alejada "Netemo sametemo".
Antes bien, en lugar de procurarnos un punto de vista incómodo para que advirtamos todas las fallas de las relaciones y las intenciones y querencias no expresadas, Hamaguchi tiende, como James L. Brooks o Emmanuel Mouret justo a lo contrario, a aclarar y hacer discretamente fehaciente cuanto acontece en sus cuidados encuadres. Soy consciente de mencionar a realizadores, muy a menudo, de comedias, algo que solo de manera muy tangencial son las películas de Hamaguchi, pues comparte con ellos la capacidad para elegir el tono de una escena al margen del texto, intercambiar reacciones esperadas de una u otra parte o aunarlas hacia un absurdo, hilarante incluso, si persisten en mostrarse previsibles.
Todo esto no significa que "Netemo sametemo", las prolijas "Shinmitisusa" y "Happi awâ" (571 minutos entre las dos) o las breves "Bukimi na mono no hada" y "Tengoku wa mada tôi"  (ninguna alcanza la hora) carezcan de misterio o tengan la menor vocación naturalista.
Exploran, muy al contrario, con permanente suspense, las posibilidades que se presentaron en la vida, las que se tomaron y las que quedaron descartadas, por elección o imposibilidad de continuarlas, cuestionando la convicción de que el camino elegido o seguido sea el mejor o el que debimos tomar, por muy duro que resulte admitir un error que dura años o un engaño a uno mismo que siempre supimos estaba ahí esperándonos para hacernos arrepentir. Lo que permanecía en letargo, rescoldante a lo lejos, puede de repente volver como si nunca se hubiese ido, asolando una intolerable sensación de fracaso, un fracaso incluso más allá de la duda, inapelable, cruel.
El aspecto más inquietante que exploran sus películas - por supuesto también "Netemo sametemo", la más romántica -, es la superposición de esas realidades, como si hubiesen estado observándose todo el tiempo en paralelo y esto conduce a la tradición nipona del cine de fantasmas, la vigente al menos hasta el desmantelamiento de las grandes productoras. Se trata, como alguna vez fue suficiente para resultar perturbador, de aparecidos que no regresan para venganzas ni ajustes de cuentas, de la oscuridad del más allá o de alguna de sus antesalas, sino presencias con la vida detenida en nuestro recuerdo, tan desconcertantes en realidad como un viejo amigo o conocido que no se ha visto ni del que se ha sabido nada en muchos años y que retoma y obliga a uno también a recuperar, como si fuese ayer, lo que quedó interrumpido.
Por esa afición al intercambio de roles del que hablaba, Hamaguchi convertirá también a la propia Asako en un espectro y es entonces cuando adquiere un completo sentido la idea antes expuesta: que quizá hemos sido en algún momento como ella, por excéntrica que sea la peripecia que le toca vivir, que no basta con ser fiel a uno mismo para quedar a salvo de convertirnos también nosotros en una inoportuna visita para los demás, una de las opciones que abandonaron.
Mucho antes de ese giro, "Netemo sametemo" ya tuvo la audacia de cambiar de punto de vista, desde la primera elipsis y el primer plano en que aparece Ryohei, de nuevo notable - pero equívoca - conexión con "Vertigo", hasta tal punto que pudiera haber virado por completo la película a partir de la (impresionante) escena del terremoto perdiendo de vista por completo su idea original y quizá hubiese encontrado un camino tan o más fascinante. Al fin y al cabo, qué son tantas grandes escenas sino fantasías sobre una posibilidad real de que una película hubiese sido otra.  
Hamaguchi filma como una coreografía ese y los demás vértices sensibles de su película, con una (casi anacrónica) música de sintetizadores, acentuando la interpelación al espectador, que parece importarle lo suficiente para tratar de no aburrirle, virtud "de pobres" o de estoicos, la más admirable de entre las originales del cine.   

APÉNDICE III

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Será por la capacidad de su director para ser paciente filmando y sagaz montando, por haber sabido escuchar, mirar y propiciar la fluidez, será por su modestia para no subrayar los instantes en que se delatan contradicciones o asoman posibilidades que se podrán aprovechar más adelante, pero lo cierto es que "Adolescentes" de Sébastien Lifshitz (filmada entre 2013 y 2018, terminada en 2019 y varada aún a la espera de un estreno en cines) parece la película más certera posible sobre esa edad de la vida. Sin ejercicios de nostalgia ni expedientes informativos (es decir, ni apelando al pasado de cada espectador ni a lo que puede revivir en sus hijos), impresiona "Adolescentes" la única vibración que de verdad importa comunicar en toda investigación justa sobre un grupo humano, la ilusoria detención del tiempo. Quiero decir que las circunstancias familiares, tan opuestas, de estas dos chicas que polarizan la puesta en escena, apenas les importan a ellas y así las acompaña Lifshitz, que con toda facilidad les pudo haber tomado ventaja y dirigir el film a padres, educadores, políticos, sociólogos y a todos cuanto pudieran evaluarlas - o ni molestarse y solo mirarlas apáticamente - desde su experimentado punto de vista y no con el de ellas, pero no lo hace. Sencillo parece el secreto del entendimiento.

 

Al escuchar el tema de apertura, "This forgotten town", algo de la brisa que aún desciende de sus cimas, "Tomorrow the green grass" de 1995 y "Rainy day music" en 2003, mueve los surcos de "XOXO" (qué título horroroso), el nuevo álbum de The Jayhawks, una de las bandas - de mi tiempo - que más de cerca he seguido. Aún recuerdo aquellos viajes a Granada, Cádiz o al Puerto de Santa María para verlos en directo, cómo les echábamos una mano con el merchandising, la foto que conservo con Gary Louris y su hijo Henry una de aquellas noches... Han pasado los años y me alegro que cosechen elogios, pero no me volverá a doler tanto la dulce derrota de los días en que se frustraban por no tener el reconocimiento que merecían, los tiempos en que componían, inadvertidas para el mainstream, canciones dignas de haber aparecido en "GP" o "#1 Record". Nada será igual, pero me alegro de tener noticias de ellos cada cierto tiempo, con aquel vaso que suponía un pleito constante ya siempre medio lleno y nuevas melodías flotando.


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Cuando menos lo esperaba aparecen rescatados, por fin, los textos de Manolo Marinero, escritor sin par, caso raro en el que tan importante es lo que piensa del cine (que es lo que en exclusiva se requiere de un crítico) como su postura vital y lo que, sin pretenderlo, trasluce de sí. Si a uno, agradecido ante una selección tan amplia y rigurosa de sus escritos (tanto artículos como poemas y relatos) no se le ocurriría pedir nada más, la edición de Sergio Casado supera lo imaginado: buen gusto, cuidado por el más ínfimo detalle, primor en la maquetación y en la impresión y un prefacio tan inesperado como emocionante. Manolo Marinero, vital y combativo primero, golpeado pero resistente después, cansado y melancólico al fin, noble siempre. Desde que leí su definición del frontera lo estimo como a pocos. Sé que bastantes más también.

Rodrigo Dueñas

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